Si hay una figura en la marchita política española que me genere un estado de confusión similar al de un perro sobre una tabla de surf esa sería la señora —perdón por el vocablo, pero no la conozco— Cayetana Álvarez de Toledo. Porque si a nuestros dirigentes, aquellos que hacen malabares con el presente de muchos y el futuro de los desesperados, se les presupone una capacidad excepcional para navegar sobre las turbulentas aguas de la realidad, ¿cómo es posible que Caye ocupe la primera línea de un partido político a la deriva?
Será por eso precisamente, o quizás también porque estudió en Northlands School, se licenció en Oxford, habla tres idiomas a la perfección, se casó con un primo suyo que además era conde, ha tenido la suerte de rodearse de intelectuales y asesorar a Acebes, crear contenidos ideológicos para el Think Tank de la derecha progre, en definitiva: equivocarse cada vez que abre la boca.
En un principio pensé que se trataba de una estrategia para ganar visibilidad, generar titulares en el barro con esa voz de arpa desafinada, ¡oh dulce niña criada entre nubes de algodón de azúcar!, pero poco a poco, a medida que fue extendiendo su fétido aliento con cada intervención pública me di cuenta de que no interpretaba a nadie, que ella es así, una versión aristocrática de una mala persona que emplea la palabra senil en lugar de puta vieja, la ficción colectiva para definir la gran obra de un político calvo ya fallecido, y un «¿de verdad van diciendo ustedes ‘sí, sí, sí’ hasta el final?» para denigrar a las víctimas de la violencia machista.
Cayetana, tengo un trabajo para ti. Detrás del basurero de Segovia, pasado el restaurante San Pedro Abanto, hay un sembrado que necesita un espantapájaros con urgencia. Entre cuervos y un fuerte olor a detritus encontrarás tu lugar en el mundo.
