Resulta que cada vez que el hijo del famoso de turno, la pobre niña rica sin oficio ni beneficio o el rebelde sin causa con el cordón umbilical conectado a una bombona de oxígeno deciden qué hacer con su vida —envidiada por casi todos, vivida por unos pocos— terminan confluyendo en el mundo de la música y sus diferentes variantes compuestas, entre otros expedientes X, de cantantes que no saben cantar, compositores enemistados con la armonía y escritores de textos tan ridículos como un libro de Loreto Sesma.
Y la cosa no es de ahora, sino que viene sucediendo desde hace años, llevándose hasta sus últimas consecuencias en 2019, espacio temporal donde es posible grabar un disco en casa y un vídeo-letra con el móvil, y en el que casi todos tenemos un colega realizador o (cum)munity manager con la capacidad de darle una pátina de bien de consumo masivo a lo que nunca debió de suceder, más que nada por la cantidad de muerte y destrucción que genera a su paso.
Porque si no sabes hacer nada, y estudiar medicina, correr maratones u obtener un doctorado en Harvard implica un grado de sacrificio y trabajo inaceptables para alguien como tú, la música es el cajón de sastre con el que tomarte un respiro y aclarar las ideas antes lanzar una colección de ropa a base de plásticos marinos, participar en la basura de Telecinco o pedirle a tu madre que te haga un ingreso. Por suerte o por desgracia, nadie recuerda las malas canciones y solo aquellos que nunca consiguieron lograr su sueño piensan en los malos músicos.
Quizás algunos no deberían intentarlo todo, y mucho menos cantar. Ya lo decía Mozart: «La música no está en las notas, sino en el silencio entre ellas».
