Un millón de muertes

1.000.000. Así se anuncia, sobreimpresionado y a todo color en las pantallas de los telediarios. Podría confundirse con el primer premio de la lotería de Navidad o el bote de Pasapalabra. Pero no. Esta sucesión de un lánguido uno y seis ceros, equivalente a la población de ciudades tan dispares como Valparaiso, Ámsterdam o la suma de todos los vecinos de Puente de Vallecas, Chamberí, Tetuán, Fuencarral-El Pardo y Moratalaz, corresponde al número de muertes por coronavirus. En el mundo, claro. Porque si Europa es ahora un país en ruinas y América un sueño dislocado con Asia en medio, la salud y la enfermedad se han encargado de conectarlos. Y de la peor manera.

Resulta terrorífico comprobar que este mar de cuerpos se contabiliza desde finales del 2019. Y acabamos de despedir este veran20. Así, se supera por un amplio margen los 650.000 fallecidos anuales por gripe, sida o suicidio, y entramos en liza con la tuberculosis, los accidentes de tráfico y la diabetes. Resulta que sí, que es real y está sucediendo, a pesar de los esfuerzos de algunos por negar la evidencia. En Auschwitz se enfriaron un millón de cuerpos. Y la historia se congela 60 años después.

La ley de los grandes números nos cuenta que si repetimos muchas veces un experimento —un millón de veces se acerca sigilosamente a un infinito—, la frecuencia de que suceda un determinado evento tiende a una constante. De momento, no hemos sido capaces de interpretar correctamente esta pandemia ni cuando era un fuerte resfriado. Sin embargo, la ola de vida continúa su curso, impasible, fieramente humana, frágil pero no vencida.

Ilustración: http://www.davidebonazzi.com/

Mi vecina de enfrente

La imagen es siempre la misma. Frente a mi habitación, situada en los márgenes de un jardín rebosante de begonias y cerezos, se levanta una pared hueso sin ventanas de la que sobresalen cinco balcones con los bordes redondeados, uno por cada piso. El sol impacta sobre una mole transparente que limita este espacio clandestino, deslumbrando al vecino del segundo, un universitario de pelo fosco siempre parapetado bajo una gorra de béisbol. Juega al móvil, fuma en tandas y estira las piernas sobre la balaustrada color carne. Cada día.

En el tercero y a pleno pulmón de la mañana, una abuela viene y va, convierte su balcón en pista de atletismo para pensionistas, el monte en baldosa. Estira los brazos, espira, inspira otra vez hinchando los carrillos y, en ocasiones, se deja acompañar por un anciano… mucho más lento. Así pasan el rato, entre el guatiné, el Tai Chi de Chamberí y ese anhelo de derribar albarradas, levantar adoquines y encontrar arena de playa. Por supuesto, no sabe que alguien la observa. Y sonríe.

Tanto ha cambiado el planeta que lo de pedir sal a la nueva vecina o el extintor a ese bombero del sexto G se ha convertido en una fábula, recuerdo crónico que acecha próximo y lejano a la vez. Resulta que los jóvenes hacen cosas de viejos y éstos rejuvenecen ante el stop de la vida. Mientras tanto, los de mediana edad, un poco bailarines con prótesis de cadera, nos dedicamos a mirar, desde la ventana y cerveza en mano, estos tiempos revolucionarios. Y cae la noche y otra Voll-Damm. Debe ser primavera.