Mi vecina de enfrente

La imagen es siempre la misma. Frente a mi habitación, situada en los márgenes de un jardín rebosante de begonias y cerezos, se levanta una pared hueso sin ventanas de la que sobresalen cinco balcones con los bordes redondeados, uno por cada piso. El sol impacta sobre una mole transparente que limita este espacio clandestino, deslumbrando al vecino del segundo, un universitario de pelo fosco siempre parapetado bajo una gorra de béisbol. Juega al móvil, fuma en tandas y estira las piernas sobre la balaustrada color carne. Cada día.

En el tercero y a pleno pulmón de la mañana, una abuela viene y va, convierte su balcón en pista de atletismo para pensionistas, el monte en baldosa. Estira los brazos, espira, inspira otra vez hinchando los carrillos y, en ocasiones, se deja acompañar por un anciano… mucho más lento. Así pasan el rato, entre el guatiné, el Tai Chi de Chamberí y ese anhelo de derribar albarradas, levantar adoquines y encontrar arena de playa. Por supuesto, no sabe que alguien la observa. Y sonríe.

Tanto ha cambiado el planeta que lo de pedir sal a la nueva vecina o el extintor a ese bombero del sexto G se ha convertido en una fábula, recuerdo crónico que acecha próximo y lejano a la vez. Resulta que los jóvenes hacen cosas de viejos y éstos rejuvenecen ante el stop de la vida. Mientras tanto, los de mediana edad, un poco bailarines con prótesis de cadera, nos dedicamos a mirar, desde la ventana y cerveza en mano, estos tiempos revolucionarios. Y cae la noche y otra Voll-Damm. Debe ser primavera.

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