¡Soy el coronavirus y voy como loco!

¡Buah! Menuda movida, chavales. Voy como un avión (low cost) para los que tienen las defensas bajas. Será porque nací hace un mes en Wuhan y ya se sabe que los productos chinos se venden rápido, duran menos y luego nadie se acuerda de ellos. Lo justo para salir en el programa de Ferreras… ¡y a por la próxima emergencia mundial! Mientras tanto aprovecho el impulso y, como me encanta viajar por el aire y los rayos catódicos, intercambio los pulmones del doctor Li Wenlian por el calorcito canario —que ahora están de carnavales—, me cargo a 2.663 personas mayores por el camino y justo cuando pillo ritmo me dejan sin ver la plaza Duomo de Milán. ¡Italianos con mascarillas! ¿Qué coño está pasando?

El caso es que también me jodieron el plan de Barcelona. Ah, que no lo he dicho: odio la tecnología, invierto en termómetros, me meo en el SIDA, infecto mucho más de lo que mato, compro acciones del virus del Ébola y la gripe —¡pringaos!—, atraco farmacias y doy más miedo que Almeida jugando al fútbol.

Si es que tenían que venir los comunistas e inventarme. Estamos el señor Gulag y yo. La diferencia está en la reputación y el nombre, y eso es algo que no le perdonaré jamás a la OMS. Coronavirus… ¿no podían haberle echado imaginación y elegir algo con más drama y capacidad de propagación?, no sé, tipo JiménezLosantosvirus o Mel Gibson, más que nada porque si soy el único de la familia —somos treinta y nueve— que se ha hecho viral en Twitter me merezco un título honorífico que arrase a la monarquía, en plena decadencia desde la dimisión de Harry y Meghan. Como dijo Fredy Mercury, «al final va a resultar que la peor enfermedad es el aburrimiento». ¡Os espero en la Plaça de Catalunya, corazones!

Prohibir está de moda: ahora los petardos

La única vez que estuve cerca de un petardo fue para asistir a un espectáculo de yemas y uñas volando por los aires. Despejada la humareda, lo único que quedó en aquella plaza de pueblo fueron los gritos del chaval y la certidumbre de que con ciertas cosas no se juega. Y menos con pirotecnia. Ahora llega a España esa tendencia iniciada en China en 2017, quizás porque los perros tienen ansiedad durante las celebraciones, quizás porque la sociedad es más permeable a ciertas historias cánidas que a los caídos en un combate de estruendo y pigmentos contaminantes (sin metralla). En Guangxi son un manjar y así no ladran.

La cuestión de fondo, iluminada por destellos arácnidos es que, poco a poco, sin que nos demos cuenta, entre fiesta y taquicardias, asistimos a una moda de prohibiciones caracterizada por la aleatoriedad. Porque en Tokio se prohibe fumar en la calle, pero no en bares y restaurantes y, mientras tanto, en el mundo está previsto alcanzar los 500 millones de muertes por nicotina para el 2050. En Barcelona los únicos trajes de luces son los del Bagdag y en Madrid cada agosto el albero se tiñe de aorta, el alcohol es droga blanda y Budweiser patrocina la Liga de Fútbol Profesional. Por cierto, la ciudad de Trapani saltó a la fama porque en sus idílicos rincones no se puede comer helado, en Eboli se multan los besos en descapotable y los nazis, allá por los años treinta, prohibieron sentarse en los bancos públicos a los judíos mayores de sesenta y cinco años.

La reacción lógica ante cualquier obstáculo legal contra la libertad individual es rebelarse, por eso las tabacaleras lo promulgan, la Iglesia condena a los gays por guarros, el Estado castiga según la billetera. Es una realidad: prohibir adquiere tintes de broma infinita, si no es difícil entender el clamor popular en torno a la muerte de un perro sensible que precede al accidente silencioso de Joana Sáinz, cantante de la Orquesta Super Hollywood atravesada por un cartucho durante un concierto. Mirad, pero no toquéis, tocad pero no probéis, probad pero escupirlo después. ¿Recordáis la oscuridad invadida por fuegos artificiales de aquellas noches de verano? Despertad. En 2020 solo será un sueño con olor a “progreso”.