Viviendo en el colapso

Hace meses que vivimos en un colapso. Poco importa que prescinda de las formas de esa gran catástrofe, el resplandor sordo, un ejército de zombies alrededor de una niña escondida debajo de la cama. En lugar de épica hemos de conformarnos con acontecimientos macabros pero invisibles, tormentas de nieve al cubo y ataques mal parados que podrían significar algo más de lo que en principio podríamos llegar a admitir. Quizás, y recalco el adverbio de duda, se trate de la confirmación del fin de un ciclo, la caída de una civilización industrial estirada hasta sus últimas consecuencias para terminar imponiendo una obviedad contra la que rebelarse: hasta aquí hemos llegado.

A partir de ahora, y siguiendo la teoría de Olduvai, parece plausible asumir que la sostenibilidad es ya un concepto del pasado, por lo que deberíamos comenzar a pensar en alternativas a la cotización en bolsa del agua, la escasez de petróleo y el proteccionismo de unos países encerrados fuera de sí mismos. Propuesta por el doctor Richard C. Duncan en 1989, la teoría cuenta con muchos detractores y, más allá de consideraciones apocalípticas, prescinde de la tecnología para diseñar con píxeles un avenir de edad de piedra poscovid. ¿Ciencia ficción bajonera? Puede ser. ¿Algo huele a podrido en el planeta de los simios? También.

De entre todos los obstáculos que nos frenan, destaca la falta de confianza en nuestros supuestos líderes, incapaces, enzarzados en una continua bronca de Twitter al margen de la ciencia. ¿Por qué si hemos entrado en barrena ellos se empeñan en continuar por la misma senda, persistir en los mismos errores? El pobre Taylor gritaba aquello de «¡Maníacos! ¡Lo habéis destruido! ¡Yo os maldigo a todos!» frente a una Estatua de la Libertad semienterrada. Cuesta comprender que sólo confrontando la realidad seremos capaces de cambiarla, de escupir el colapso del día a día.

Ilustración: GIF