A partir de los cuarenta, el mundo se divide entre los que prefieren comer o follar. A mí me gusta más lo otro, de ahí que desconfíe de la experiencia de meterme cosas en la boca. Será inmadurez o que solamente el hambre nos ayuda a vivir más estando hambrientos. La incomprensión da lugar al enigma cuando algunos comensales pasan de ocho platos al café… ignorando el postre. Porque ese último muerdo no puede evitarse, es como el amor, y para él siempre habrá un hueco de helado o crema, fresas, tortitas, nata montada, salivo. El estómago se adhiere al ventrículo cuando lo dulce corona lo salado. Después nada. Si tiene que haber un final que sea un postre.
Los niños lo saben mejor que nadie, aunque algunos sean tan viejos como sus progenitores. Frente a una ensalada de quinoa, unas lentejas con chorizo y un ponche segoviano lo tienen claro. Se llama sentido común y al tragar les pitan los oídos, se emocionan sin saber por qué. Después los padres les reprochan que pasen de mierdas a la moda. Láminas de chocolate frente a la estupidez del mundo, pera escalfada con sorbete frente al tedio, «despacio, hijo, despacio». El postre se come de otra forma y además mancha. Hay que pringarse. Luego explotas o te pinchas insulina en rama.
Jalar tiene algo de liturgia, un sermón que termina por el agujero. Con el postre uno comulga o no comulga y aquellos sin fe pasan de largo. Soy más de salado, ¿qué tontería es esa? Dios es un postre al final de una comida. María Antonieta lo tenía claro: «¡déjalos comer brioche!», gritó. Y es que los días mejoran con el último pedazo de tarta, del plato a las papilas. Quedan las migas, el recuerdo. Hoy la casa huele a pastel imaginario. La vida puede arder en un segundo, de ahí que lo primero que comamos sea el postre. Siempre.

Ilustración: http://www.simon-bailly.com