El coño, ese gran misterio

Ayer, por esas cosas que tiene la familia, descubrí algo que hasta entonces había permanecido oculto tras un padrenuestro, cientos de tabúes y una maraña de pelo patriarcal. Resulta que un gran porcentaje de mujeres cis, heterosexuales y de cualquier edad nunca han visto otro coño (de cerca) que no sea el suyo. De hecho, mantienen en su imaginario personal e intransferible una idea de vulva asociada al sentido de la vista y el tacto de sus propios genitales y que comprende el monte de Venus, los labios mayores y menores, el clítoris, la uretra, el vestíbulo, la entrada vaginal y el perineo; vamos, todo un universo concentrado en otro universo de pétalos, alma y emoción.

Así nos encontramos con tantas formas y tamaños como mujeres pueblan la Tierra. Algunos desafiantes como alas de mariposa, otros integrados en un surco de piel y flor, de tiralíneas, tímidos, cordillera a vista de pájaro, capotes al viento, gajo de limón, media luna y media entera, pero todos desafían lo que se considera normal y bonito porque todos ellos son perfectos a su manera. ¡Qué menos que observarlos o devorarlos sin pestañear, aplicando la cadencia justa de la palabra unida al sexo!

Es por esa razón que este descubrimiento abre vías de diálogo y pone sobre la mesa una cuestión tan absurda como los cánones de belleza, construcciones desapegadas de la realidad más visceral, la única que puede hacernos sentir bien o profundamente desvalidos. Es el momento de poner la concha en el lugar que se merece, habida cuenta de la inutilidad de su homólogo fálico y la deriva de la humanidad. Simplificado el corazón nos queda el coño. Siempre.

Ilustración: Georgia O’Keefe, «Pink Tulip».

El manual del buen comedor de coños

Mucho se habla de la dieta mediterránea, de los fantásticos restaurantes desperdigados por Madrid, San Sebastian y Barcelona, mesas ricas en colores y sabor, paraísos perdidos bajo un sol pintado en los que la cultura del «buen comer» alcanza cotas totémicas, siempre acompañados de digestiones eternas envueltas en nubes de humo y aguardiente. En cambio, a pesar de la proliferación de guías, menús-degustación para carnívoros, alérgicos, veganos e intolerantes a la lactosa, ¿por qué resulta tan difícil encontrar el manual para comer un coño como Dios manda?

Y antes de introducir mi lengua en un tema tan «es(c)abroso» hago un llamamiento a todos aquellos a los que les da asco: el ignorante, si calla, será tenido por erudito, y pasará por sabio si no abre los labios. Pues eso.

Descartado el egoísmo del arte del cunilingus, y tras una ronda de preguntas entre mujeres —de la que excluí a mi madre por razones evidentes—, he llegado a varias conclusiones que, como siempre, están sujetas a interpretaciones subjetivas, pero que arrojan algo de saliva sobre el tema. Y es que chupar una vulva correctamente implica olvidarse del ruido de ahí fuera y convertir los genitales femeninos en el centro de un universo con forma de colchón y bragas en el suelo, alternar lengua y succión, paciencia y soplidos, escribir las letras del abecedario sobre la c del clítoris y convertirlo en una fruta, una pera dulce, un plátano o un mango lúbrico, tú eliges, generando (en movimiento) humedades en todas las regiones de la cara del emisor, barbilla, pestañas y frente incluidas.

Los dedos son siempre bienvenidos —despacio, que esto no es un túnel de lavado—, y junto al ritmo del mejor taquígrafo del Congreso, supervisado por algún juguete que imite a un conejo, risas y comunicación verbal en el epicentro de unas manos firmes sobre la nuca, llega el deshielo. Siempre con tiempo, el suficiente para que la cena se enfríe y ella explote varias veces en nuestra lengua porque ¿no es acaso el orgasmo femenino el sonido más bonito del mundo?

Qué curioso; hablamos de sexo oral y aquí nadie ha abierto la boca salvo para decir ¡me corro!