La polémica en torno al cambio de logo de la Real Federación Española de Fútbol —sí, me atrevo hasta con el porno—, alcanza una cuestión de estado. Y es que ya se sabe que el fútbol es un balón con ramificaciones en favelas, neuronas, ventrículos y palcos del poder. Así el lavado de cara del órgano que representa una industria millonaria ha provocado la ira en su versión más cutre. Cito textualmente: «Vaya mierda, el escudo no se toca»; «la intención del diseñador es pasar por encima de nuestro orgullo como nación»; «menuda mierda, eso lo hago yo en un minuto», comentario de moda en los museos… Y claro, surge la duda de si es el fútbol lo que nos vuelve locos o el rechazo congénito al cambio. Ah, y los símbolos, siempre los putos símbolos.
Resulta que detrás de un diseño como este, normalmente un nombre, una gama de colores y unas formas que sintetizan una cultura determinada de un golpe visual, hay un enorme trabajo invisible. Delante, una sociedad incapacitada para asumir cualquier modificación en sus costumbres, ya sea ponerse una mascarilla —ahora las hay hasta de Vuitton—, la nueva versión del Windows o, en este caso, un «círculo con cuatro letras dentro».
Si uno levanta la vista y mira atrás se dará cuenta que cada una de las modificaciones que tuvieron lugar en el pasado, tanto relativas a empresas como al carril bici, todas sin excepción, se encontraron con una resistencia feroz para, paulatinamente, ser integradas en el consciente colectivo. Es más, debido a la competencia tan atroz, la multiplicidad de formatos y el exceso de estímulos informativos, las empresas y los humanos están abocados a simplificarse para destacar. Cuento los días para ver a un ultra con el logo de la Federación tatuado en la cara. Y si no, tiempo al tiempo que nos renueva para mantenernos con vida.
