Cada viernes, desde hace siglos, asistimos a la misma representación en las redes sociales del día a día. El grupo de turno, pongamos los toledanos Veintiuno —perfectamente intercambiables por un escritor multitarea, ese director siempre novel o un ‘actorcamarero’, pero con mejor pelo— se presenta ante su audiencia, indefenso aunque entusiasmado, casi espídico y a la vez temeroso por mostrar el trabajo (no necesariamente artístico) en el que ha invertido una tonelada de horas ¿remuneradas?, ilusión, robos evidentes, picos de felicidad y dudas… su vida, a fin de cuentas.
En ese torbellino, los espumarajos afloran a la misma velocidad que los elogios, y en algunos casos las heridas infligidas son tan hondas que los receptores tardan años en recuperarse del daño. Algunos incluso deciden apartarse de la vida pública —ahora hasta los desayunos lo son—, como si la huída fuera una opción posible para aquellos que componen, no ya como actividad fisiológica por encima de comer verdura y lavarse el pelo, sino más bien vital.
La cuestión es que, a pesar de la mala prensa de la que gozan las críticas y del juicio al que las sometemos camuflándolas bajo el vocablo ‘envidia española’, no todos los discos, ni los libros ni las películas merecen elogios —mucho menos el 90% de los conciertos—. Es más, a veces implican un ejercicio de responsabilidad necesario, tanto para con el creador como para la conciencia del que critica, como si no hubiera peor comentario que omitir lo malo que es el ‘último trabajo de’, precio a pagar del que tiene la suerte de ser percibido. Eso sí, mejor hacerlo con sentido, sensibilidad y un poco de humor, sin olvidarse de que es el público su principal destinatario.
