Cuando el mundo quema llega la tormenta. Se trata de un fenómeno meteorológico habitual, pero también la mejor manera de combatir el ardor entre aquellos sin aire acondicionado. Es un baile de masas de aire a diferente temperatura, allí donde no alcanza la vista, sin embargo sus primeros efectos bombardean nuestra nariz, mucho antes de 1964, año en que un par de científicos, Isabel Joy Bear y Richard Thom, emplearon el término ‘petricor’, mezcla de piedra y fluido en las venas de los dioses. Poco tardarían los cursis y Marwan en adueñarse de la palabra, ignorando que, en realidad, el olor que precede al diluvio se debe a la ‘geosmina’, fragancia liberada por cianobacterias y hongos ante el contacto de las gotas con la tierra. Esto va de caricias, amigos.
Entonces el instinto nos lleva a abrir ventanas o cerrarlas si bajo el marco colocamos un portátil, y uno se prepara para el sexo en su manifestación más veraniega. Nadie nos toca, pero desde nuestro piso interior olemos el bosque, la arcilla de «Ghost«, el rastro de pisadas sobre hojas de roble amarillentas, restos de tomillo y espliego… el frescor. De pronto tenemos la certeza de que hoy podremos dormir con una sábana. Y cae el granizo.
Resulta que lo que se recibe con alivio en interiores representa un banquete macabro a campo abierto. El pedrusco mata a los gorriones apostados en las acacias y se recogen como setas. Además, los perros tiemblan, los caballos agachan las orejas y en cambio, nosotros, sentimos la tentación de salir a la calle y fundirnos con el agua que recorre las aceras tibias, besar a un desconocido y comprobar que hasta las tormentas más feroces se quedan sin lluvia. Que vuelva pronto, moje más y mate menos.
