¿Es el roscón lo mejor de la Navidad?

Más allá de las creencias de cada uno, o la ausencia, parece que hay consenso respecto a este pupurrí de dentera y celebración unidos por un hecho irrefutable: lo mejor de la Navidad son sus actos paganos. Comer como un rey emérito o cenar un pavo real, beber para que pase rápido, gastar lo que viene evaporándose desde marzo o maldecir al Altísimo por este año de mierda… Da igual, todas dan gustito, aunque nada comparado con un roscón de reyes, probablemente el desayuno, postre o merienda más gocho de la historia de la repostería apóstata. Y es que por algo tiene su origen lejos del portal de Belén, más acá, en el campo, la cocina y sus labores, cuando los curritos celebraban el fin de la estación oscura antes de Cristo y en un año que se finiquitaba en febrero y no en diciembre. Casi igual que en 2020, pero en sentido contrario.

Así una masa de harina, huevos, rayadura de naranja, agua de azahar, torrentes de azúcar, bien de mantequilla y escabechinas por encontrar el premio gordo —el de Punta Humbría palidece ante el haba— se convierte en el acto central de una comedia que reparte monedas de oro entre las migas a partir del siglo XVIII… por iniciativa de Felipe V, of course. La cosa adquiere aromas pornográficos cuando un cocinero anónimo, al que le debemos la hormona de la felicidad, decide rellenarlo de trufa con chocolate blanco, crema de limón aromatizada o nata a secas. Un puto escándalo.

Por mi parte tengo que decir que los he probado casi todos: el de pistacho de Brulèe Panadería; la masa madre (de Dios) de Panem; el de la cola infinita del Horno de San Onofre; la esponja de trigo de Pastelerías Mallorca y el de limones verdes con chiles y jengibre escarchados, migas de galleta con mantequilla tostada relleno de chantillí de guayaba y frambuesas del bosque de Dabiz Muñoz, el grinch de los sabores. Y sí amigos, todavía es posible gozar en este mundo sin sal, precisamente porque dura lo que dura un roscón encima de la mesa.

Ilustración: https://saramaese.com/

Dabiz Muñoz y el hambre

Resulta que Dabiz Muñoz, ‘enfant terrible’ de la cocina de vanguardia y superviviente de un posible caso de coronavirus, ha experimentado la pérdida del gusto y el olfato. Este síntoma, molesto para cualquier aventurero del sabor, adquiere especial relevancia en un ninja de los fogones, siempre parapetado tras un cuchillo que corte, los dos sentidos extraviados (y alguno más), y esa combinación precisa de fe e instinto, ni muy líquida como una sopa ni muy espesa como una crema.

La cuestión es que al igual que 7.500 millones de bocas terráqueas —la enfermedad no entiende de estrellas ni umamis—, Dabiz echa la cuarentena en su cocina y de paso comparte algunas de las recetas más sabrosas de las últimas décadas, más aún si tenemos en cuenta que ahora no nos queda más remedio que ser cocineros y comensales, actores y directores de nuestro menú diario pasado por casa.

Y el móvil enfoca a un niño en la cáscara de un hombre, malabarista de oriente pasado por el filtro de La Elipa, cortando zanahorias y tomates grosso modo, con un set de palillos lacados, todo crujiente por fuera y jugosito por dentro, y el placer de cocinar para dos mientras los demás te miran se transforma en un kit de papilas gustativas bailando claqué. Son apenas cinco minutos de vídeo, tiempo suficiente para entender que si Dabiz fue capaz de perder el sentido del gusto y disfrutar, el mundo podrá recuperar el hambre. Gracias, chef.