Madres

Solo cuando padre murió pude conocer a madre. Durante años la observé de lejos a pesar de su cercanía de leche con galletas. Madre de tonos pastel y acuarela, madre a la sombra de un padre inalcanzable. Como siempre ocurre, un corazón se detiene y dos desaparecen. Game over. Ya no hay padres. El que sobrevive pierde casi todo y se revela. Madre sigue siendo esa niña rubia de ojos verdes a mis ojos, aunque cada vez es más mujer que madre. Lo noto en su voz al otro lado, en los dolores que se empeña en esconder, en el hecho irreparable de un hijo un poco triste. Padre tuvo que morir para que yo pudiera verla bien. Recordadlo, hijos: las madres no solo son madres.

Las madres parecen que siempre estarán ahí. Por esa razón muchos hijos no quieren cogerles el teléfono o cortan las conversaciones con un «luego te llamo». Es más, muchos las evitan porque son pesadas o están tristes o les sobra comida en un congelador abarrotado. Pues bien, madre, la mía, vive como una adolescente que escapa de la soledad y soy yo el viejo que no quiere molestarla. Cierto, la edad de las madres va en su contra, también en la nuestra, de ahí la importancia de decirlo: «Madre, estoy bien. Y sí, quiero irme a Japón, pero estoy bien».

La distancia del paso del tiempo es más fuerte que la distancia geográfica. Algunas hijas se transforman en madres, las madres en abuelas, todo va alejándose. Por esa razón me gusta ver a madre con rasgos de mujer independiente, con sus necesidades cubiertas y su miedos intactos, con la certidumbre de estar sola porque los hombres son unos muertos de hambre. Madre ha perdido la paciencia y eso la humaniza. A veces tengo la sensación de asistir a un milagro, el del amor que nunca se destruye. Por eso quería escribirlo en alto, porque late en todos y cada uno de nosotros hijos. Gracias, madre. Tú solo preocúpate de seguir estando viva.

Ilustración: Guy Billout

Si estuvieras aquí

Si estuvieras aquí te miraría a los ojos muy despacio

Te miraría a los ojos suavemente

Acercaría mi pupila a tu iris negro

Y con la mano libre abrazaría la serpiente de tu espalda

Si estuvieras aquí cerraría las persianas

le pediría al aire que no entre

Tú y yo nos bastamos para celebrar la vida secreta de los árboles
el vino y la luna

Si estuvieras aquí te diría algo, poco, una palabra

Acerca de un viaje sin movernos, casi un susurro

Y con la mano ocupada sentirías viento

Después no habría más palabras, porque lo que no se dice es lo único que importa

Si estuvieras aquí…
pero estás en otra parte,
y la noche es más larga que cualquier invierno

Ilustración: Guy Billout

El escupitajo

Cuatro días a la semana salgo a montar en bici por Madrid. Antes me ajusto los vaqueros que convierten mi trasero en un melocotón, reviso el estado de mi camisa recién planchada y el casco regalo de Pablo Sotelo, y observo a la gente desde mi atalaya, una que se desplaza a la velocidad de esas motos eléctricas con dos ocupantes. En movimiento soy capaz de percibir otro ritmo en la ciudad, con sus peatones daltónicos, la ira de los conductores que vuelven a casa y el invento de una anormalidad más incómoda que la mascarilla que nos cubre la mitad del rostro.

El recorrido alterna el bullicio sordo del centro y termina siempre en la Castellana. Así es como el otro día, un Mercedes CLA azul me pasó a escasos centímetros del pedal para después salir disparado… hasta detenerse en un semáforo. Cambié de plato, me acerqué para increparle y el conductor que lo hacía rugir mientras jugaba con el móvil se bajó del coche.

Casi dos metros, ciento diez kilos de eslora, calvo con nuca poblada, camisa azul a rayas abierta hasta el ombligo, bandera de España en la muñeca y mezcla de sudor y Álvarez Gómez. Me enseñó una placa de la Policía, le dije que era falsa, lo era, me insultó, le llamé fascista, se quitó la mascarilla, di dos pasos hacia atrás por precaución, me escupió, no pude esquivarlo y desapareció de mi vida. El ciclismo es así. Como el amor y la distancia.

Ilustración: planetlanzarote.bigcartel.com