Un divorcio

La vi alejarse por la Castellana, sola, con su abrigo rojo y ocupando el centro de la acera. Parecía triste, o eso me dije. A veces, la pena es una forma rara de optimismo. Ella entre bocinas (había manifestación), yo con el libro de familia dentro de un sobre. El divorcio estaba hecho, una salida firmada en cada página y bajo una luz de bar de tanatorio. Esta vez no hubo nada que repartir, ni hijos, ni casa, tampoco fotos porque hay pocas y aún decoran las paredes. Siete años y una noche en Tokio. Entre medias, la vida compartida, ya nada.

Todo sucedió muy rápido, también el final. Yo la miraba al otro lado de la mesa del notario, a ella, la misma que se alejaba por la acera al rato. Llegamos juntos en un taxi. Bajamos por la misma puerta en busca del número 171, hablando sin levantar la voz, con casi todo por decir en gestos romos. Si poco o nada se cuenta duele más, porque no existe un lugar hacia el que dirigir la rabia, excepto uno mismo. Quizás fue por eso que nos hicimos daño, por no decirlo y solamente pensarlo. Poco importa.

El libro de familia viene a nombre de los dos, en cursiva y a boli Bic, espejismo. Esos nombres están ahora disueltos, un trámite que, por lo que dicen, permite ser feliz por separado. Lo fuimos muchas veces, nosotros, muchas noches bajo la ventana con vistas a la luna. Queda claro y por escrito que nadie tiene la culpa, ni de la felicidad primero ni de la separación después. Todo eso me vino a la cabeza. Cuando me giré para mirarla una vez más, ella había desaparecido. Entonces supe que ya lo había hecho hace tiempo.

Ilustración: Guy Billout

Ya no sé quién eres

Sucedió de repente, tras años de tardes y mañanas con sus madrugadas al borde del colchón. Creímos intuirnos, saber lo que pensaba el otro en otra lengua. En algún momento prescindimos de sujeto y predicado, incluso de los actos que los acompañan, tal es la manera de latir de cada uno, muy juntos, cuerpos flacos en espacios separados por tabiques: yo tras las ventana con vistas a un muro de cal, ella en la habitación de la escalera, un invento que sirve para colocar la ropa. A veces, comíamos pronto, poco, tomábamos el sol por puntos cardinales, el este y el oeste en una casa del centro de Madrid. Con la noche, ella abría una botella. A mí me gustaba ver cómo es posible vaciarla sin ayuda. La felicidad es eso que no sabes que pasa.

El tiempo sutura a los números pares, aunque viene mal para la piel, es cierto. Entonces todo tiene una razón que se comparte. Un viaje a Suecia, dar vueltas alrededor de la manzana, regresar pronto y reconocer su olor en los cajones, el desorden nuestro. Como siempre, todo cambia cuando lo damos por sentado. Si el amor tiene algo de accidente, la ruptura es el lugar por donde sangras. Y la distancia ahoga lo que va hacia dentro, disuelve vínculos inoxidables.

Ahora ya no sé quién es, o eso me digo. Los silencios tienen otro volumen, implican decir en alto lo que preferíamos guardar al otro lado. Eso fue antes. De nosotros queda lo vivido, más tarde un recuerdo de dos que apoyaban los codos en la mesa y veían al mundo despertarse. Sé que volveré a reconocerla, en el movimiento de las estaciones, en el rumor de esos años que me enseñaron a agradecer sin pedirles nada a cambio. Tampoco importa. Tuve la suerte de romperme frente a ella, de espaldas a un verano en el que todo arde.

Ilustración: Guy Billout