Sábanas

Por sus sábanas conocerás a la persona. En ellas se funden carne y descanso, partículas que luego giran en una lavadora. Y es que las sábanas, como las galaxias, pueden ser de todos los colores: blancas, rojas o de rayas de pijama. Algunos atisban en su tacto una posibilidad para fugarse. Otros, menos optimistas, buscan desiertos, olas, velos. Casi nadie sabe que, bajo las sábanas, conocemos al otro en su mejor y en su peor versión, en el brillo de la mañana, bajo la luna y una noche triste. Desde arriba, tan dentro, una pareja se entrelaza para formar un signo del zodíaco. Sábanas de agua que no moja, túneles de viento de la boca.

Nada más noble que cambiar las sábanas y dejar que corra el aire. Se trata de una tarea emparentada con la del enterrador. La materia prima cambia, pero hay una búsqueda de paz, de respeto por los que viajan. Y todos vuelven. Al cambiar las sábanas, la casa se despierta fresca y la fruta del desayuno sabe a árbol, vivir cansa menos y es fácil seguir el rastro de todo lo soñado. Nunca te enamores de alguien que no cambia las sábanas con frecuencia. Es así como querrás que huela tu vida.

Una sábana une. Incluso cuando la relación está ya rota. Uno coge la sábana por un extremo. El otro imita el gesto. Los brazos se encargan de plegar la superficie, que va menguando como mengua el infinito. Otro doblez, como si se tratara de un vestido de comunión. Entonces, el pecho hace de apoyo y las piernas dan un paso. La mirada del uno hacia sus manos y hacia la mirada del otro que dobla y va acercándose. La sábana ya no es sábana, ¿un mantel? Otro doblez, otra mirada. De la sábana queda el recuerdo de la sábana. Los amantes nunca estuvieron más cerca. Debió de ser otro sueño, una sábana de invierno blanco.

Ilustración: Mark Tennant

Esa gente que duerme mal

Dormir es parte fundamental de estar consciente. Tanto como el amor, el pelo y las verduras frescas. Y es que no hay nada más triste que observar a los insomnes. Ahí están ellos, queriendo ser como los demás, pero incapacitados para desarrollar un acto tan placentero como sentirse amado. Al fin y al cabo, el objetivo parece al alcance de cualquiera: dedicarle más de 06:59 horas al descanso horizontal. Ellos, en cambio, cuentan rebaños de zetas, intercambiarían vasos de leche por cloroformo, cualquier cosa por obtener la paz de espíritu de los que fantasean que sueñan con los ojos cerrados. Millones viven de esa forma. Viven, digo, más bien penan.

Porque la gente que duerme bien tiene otro brillo sobre las ojeras, parece capaz de sortear cualquier bolardo, incluso roza la felicidad rodeada de legañas en el metro. El que anda falto de melatonina da vueltas en la cama y el coworking, como si la dimensión de la fatiga se extendiera a cualquier aspecto de una vigilia rara, narcótica sin llegar a noquear. Un horror que envejece los párpados y los años.

Cuando esa imposibilidad tan rutinaria se prolonga en la niebla, los impulsos salen en carne viva, aflora esa mala hostia procedente de la soledad. Porque los que duermen mal están más solos que la una, las dos y las tres, olvidan los momentos masa madre y se acatarran cada vez que llega una borrasca por el este. Ellos acampan en latitudes distintas, bostezan y orinan aunque beban poco. Cierto, leen a Calderón de la Barca cuando el barrio está dormido, consuelo de mierda, pues ya se sabe que hay que tener un sueño para despertarse por la mañana. Que cuenten con todo mi apoyo somnífero.

Ilustración: www.onlyjoke.com