Esa edad en la que solo se habla de salud

Se encuentran por casualidad. Entre las dos suman más de ciento cincuenta años. La señora de la izquierda lleva una chaqueta de punto verde pistacho. La de la derecha acaba de salir de la peluquería. El tren se detiene frente a ellas, el andén como metáfora del tiempo. Hay dos besos. La mayor le acaricia el borde de la chaqueta a la más joven por poco, como diciendo que todo irá bien, que están aquí. De ahí el tacto. Luego hablan. De salud, claro, tema de conversación estrella de los mayores de cuarenta. Hablar es, desde ahora, una forma de cuidado.

Queda claro que la edad viene con cargas que poco tienen que ver con las de la juventud. El grifo cierra mal, los órganos se secan, la vista necesita un telescopio. Cumplir años significa hacer punto con los días, mirar el cielo sin esperar amaneceres grises y convertir el deterioro en la mejor forma de pasar la vida. «Que si la cadera, que si le operarán en breve, que si se ha muerto Paz, la hermana de Gloria». Todo queda reducido a una catástrofe. Pero pueden contarla. Son bellísimas, las dos, tan mayores, tan niñas en el fondo y ese ruido de los años.

Ojalá llegar a eso, ojalá convertir las charlas en una sucesión de achaques y prótesis. Significaría que vivimos. La tragedia tiene poco que ver con la falta de salud y el exceso de nieve sobre los hombros, más bien con el hecho de sentirse joven a pesar de que casi todos tus amigos murieran sepultados. El tren reanuda la marcha con las dos señoras dentro. Cada vez más juntas, cada vez más risueñas gracias a este encuentro, quizás el último. Sí, ellas son casi ceniza y sonríen a pesar del aire acondicionado de este Cercanías. El tren gime, continúa por las vías dejando de sufrir por el pasado, por la salud entre paradas con un solo destino. Y es el nuestro.

Ilustración: Guy Billout

Esa foto en la que tienes la edad de tus padres ya de viejos

Sucede al acercarte a los cuarenta o rebasarlos. Entonces miras las fotos de tus padres, viejas fotos, padres viejos que, ¡oh, milagro!, tenían tu edad de ahora. Ahí dejas de hacer pie, flipas. Madre, su esposo y al otro lado uno que podría ser de su pandilla y que resulta que eres tú. Joder, ¿soy tan mayor? No se sabe si mucho o poco, pero, llámate loco, has alcanzado la edad de celebrarte. Eso de la crisis asociadas a apagar velas se reduce a una mera anécdota. Prueba superada, ya eres tu propio antepasado. Felicidades, ¿sigues vivo?

Pues la verdad es que sí. La alternativa pasa por una esquela o un concierto póstumo al que asistirían tus hermanas, algún amigo calvo y la taquillera. Y la genética se impone: sacaste las ojeras de padre, la nariz aguileña de mamá, esa mirada que sujeta el apellido, aunque el único honor de la familia reside en el pelo y la piel que te dejaron. Lo bueno se apreciaba en tus recuerdos de primera comunión y orla universitaria, un tiempo en el que seguro seguro eras el hijo que tus progenitores concibieron.

Cierto que la mirada del que cumple décadas y dicenios se amplía, frena, incluso va librándose de fardos y mierdas asociados a la juventud. Observas la fotografía y el mundo con detenimiento, puede que más fofo o con dolor de espalda. Sin embargo, la serenidad a la que apelan los cursis te permite lidiar con esta tragedia tan fieramente humana. Puede que, en realidad, se trate de un motivo para sonreír y darte cuenta de que envejecer sigue siendo la única manera de vivir mucho tiempo y no sentirte viejo. Y eso es arte hecho familia y estaciones.

Ilustración: http://www.stephan-schmitz.ch

Madonna, la desesperación de ser joven a cualquier precio

La reina indiscutible del pop para masas y maniquíes, de las cruces ardiendo y los salmos envueltos en papel de consolador ha vuelto. Y lo ha hecho de la peor manera posible. Porque Madame X, su decimocuarto disco, es una colección de canciones tan vacuas como una ventosidad en el autobús, un trabajo tan inabarcable y meditado —es evidente que existe un verdadero intento por concentrar toda la problemática del mundo actual en 55 minutos— que queda reducido al peor enemigo de Atreyu, ese vacío entre la nada y lo insignificante.

Y es que escuchar las 15 canciones de la versión deluxe ha sido una experiencia parecida a comer tierra en la que los platos en el menú encajan de manera perfecta y maquinal, con un poquito de Maluma por aquí —para llegar a las generaciones que no saben lo que es el sida—, con el toque justo de portugués, español e inglés de Brooklyn por allá, esclavos, trap, odas a la libertad y la existencia divisada desde un palco V.I.P., como si de repente, la mujer que redefinió las reglas del juego de la música de franquicias hubiera decidido volverse trascendente para conseguir exactamente lo contrario.

Mirando la portada, con su cara-máscara y una epidermis a prueba del paso del tiempo y el 5G lo entiendes todo: llega un momento en la vida en el que lo mejor que puede hacer un artista es callarse, pero claro, ella es Madonna, la mujer que representa como ninguna otra que crecer no significa encontrarse a uno mismo, sino más bien crearse, lejos de una reinvención que solo nos otorgará la llegada de la muerte.

La pregunta es la siguiente: ¿se ha convertido Madonna a los sesenta en un objeto exclusivamente venerado por el público gay? Quizás ese sea el precio a pagar por mantenerse eternamente joven.