El fascismo es alegría

El fascismo es alegría. El sábado, estas cuatro palabras fueron pronunciadas por Ignacio Menéndez, abogado de Carlos García Juliá, uno de los autores de la matanza de Atocha y condenado a 193 años de prisión de los que cumplió 14. Espoleado por reservistas, gente con poco pelo y mucha memoria, formaba parte de un homenaje a la División Azul, unidad de voluntarios españoles que luchaban contra la Unión Soviética en la Segunda Guerra Mundial. Su lema: «Sin relevo posible, hasta la extinción». Establecido el contexto, repleto de alegatos contra los judíos y caras al sol, un sacerdote blando, consignas para saltarse el toque de queda y barra libre de simbología nazi, es inevitable pensar que hace una hora han encerrado a Pablo Hasel por cantar «me cago en la marca España explotadora y casposa». Y sí, las comparaciones resultan odiosas, pero dejan al descubierto las costuras de nuestra democracia, de nuestra realidad flotante.

Es verdad que el fascismo es regocijo. De hecho, cuenta con numerosos defensores en el Congreso al otorgar pases pernocta para sus afiliados y votantes, una pátina de invulnerabilidad. Manifiéstate en su nombre, busca cobijo en su bandera y podrás volver a casa sin temor a la ley y sus consecuencias. Sí, es alegría, del latín alicer o alecris, presencia de lo divino como flujo transformador y energizante, un acto de rebelión contra los principios más básicos de la convivencia, la insumisión mal entendida de este siglo envuelta en el honor y la gloria de todos sus muertos.

Por eso los fascistas entonan la palabra ¡arriba! con la certeza del que se sabe a salvo. Por eso gritan más alto, señalan al débil, desgastan la palabra patria, España a un lado, al otro Europa y allá a su frente la impunidad. Así el pasado regresa una y otra vez al ahora, para recordarnos que los hay que no sólo no aprenden, sino que se refuerzan en sus convicciones, e incluso atraen a sangre fresca con labios rojo plasma. Tanto se resiste a morir que retuerce el sentido de las palabras y la pena se convierte en alegría, el gris tiende al azul y la mentira es una supuesta verdad contada por cobardes. A esa ficción me remito con las palabras de Porco Rosso: «Prefiero ser un cerdo a ser un fascista». Y también un triste.

Ilustración: http://www.studioghibli.net

Por fin el toque de queda nos hace europeos

Ya veníamos calentitos desde marzo y ahora, en vísperas de nuestras primeras Navidades brindando vía Zoom, nos cambian la hora para convertir el día en una extensión de las tinieblas. Para más inri y en línea con todo lo que acontece en este mundo sincronizado (por defecto) y de psiquiátrico, hay indicios claros de una conspiración. Pero no una vinculada a la dominación 5G o al control de unos urbanitas sin planes ni puentes, sino más bien a un intento de obligar a los españoles, esos electrones libres que gritan al hablar, cenan a las once y pasan de hacer cola, a ser europeos de una puta vez. Y es que o se decretaba un toque de queda por las malas o aquí todo dios seguiría comiendo pipas y tirándolas al suelo hasta el advenimiento de la vacuna.

Bien pensado y como experiencia novedosa, adoptar ciertas costumbres muy arraigadas en otros países puede molar. Sobre todo si este cambio temporal en las aperturas y cierres implica también renunciar para siempre a los toros, dejar de mear en las puertas de las casas y seguir utilizando aceite de oliva para enjuagarse los dientes. ¡Cosas más difíciles hemos conseguido como nación! Para empezar ser incapaces de destruirla… a pesar de llevar siglos intentándolo.

Decía Julián Marías que «España es un país formidable, con una historia maravillosa de creación, de innovación, de continuidad de proyecto… Es el país más inteligible de Europa, pero lo que pasa es que la gente se empeña en no entenderlo». La gente se refiere también a sus nativos. Quizás este momento de alarma y oscuridad nos ayude a percatarnos de que, aunque parezca imposible, podremos acostumbrarnos, hasta la primavera, a ser algo más que nosotros mismos. Cuando termine lo celebraremos como españoles y la luna, sea lo que sea que eso signifique.

Ilustración: George Greaves