De la necesidad de no llegar a la cumbre

Lleva un rato entender esta foto. Largo y alto. Incluso durante unos segundos, ese tiempo mágico que se desliza pendiente abajo derritiendo la nieve bajo un sol blanquecino, uno podría llegar a creer que se trata de un montaje más, la posverdad en su vertiente alpina a 8.848 metros de altura. Resulta que los atascos en la cumbre del Everest son algo normal por estas fechas, meses en los que las condiciones se presentan especialmente propicias para hacerte un selfie sobre una montaña que, poco a poco, deja de ser aquel punto de unión entre la tierra y el cielo para convertirse en un invento humano, el mismo que acoge a parejas, aventureros barbudos envueltos en abrigos de North Face que esperan pacientemente su turno, vivir la gran experiencia de sus vidas y ver amanecer el mundo desde los hombros de Miyolangsangma, la diosa tibetana que habita sus otrora vírgenes cumbres.

Sobre este desfile multicolor un poco torpe, un poco triste incluso, sobrevuela el fantasma de la decepción, cierta extrañeza al comprobar cómo aquellos retos inalcanzables en el pasado son moneda de cambio en el presente; porque si ascender la montaña más alta del mundo es un juego de niños con recursos, ¿qué nos queda por hacer al resto?

Quizás lo que de verdad importa no sea cumplir ciertos sueños, dejar ese último desafío huérfano en la lista de cosas por hacer y que nunca haremos, enterrar el único tesoro con capacidad real para mostrarnos lo que realmente somos, alpinistas aficionados que no suben montañas porque, precisamente, están ahí.