De entre todas las sensaciones que implica el hecho de ser fieramente humanos, y por lo tanto complejos hasta decir basta, hay una que es, sin lugar a dudas, la más difícil de precisar porque en ella se dan cita los pasados vividos, niveles residuales de hormonas con cierto extravío atávico y la incertidumbre de saber qué sería de nosotros si hubiéramos tomado la decisión de aguantar. Por supuesto, cada uno la experimenta a su manera, pero tras encuestar a mi entorno más íntimo — Tinder y Tik Tok— debo reconocer que enterarse de que nuestro o nuestra ex ha tenido (o va a tener) un hijo con una pareja que casi siempre nos recuerda a nosotros es raro, precisamente porque escapa a cualquier definición. Y digo raro… ¡Qué coño, rarísimo!
Para añadir más incógnitas a esta ecuación da igual si hace años que no pensábamos en el ex en cuestión (ni siquiera para tocarnos); si estando juntos lo único que hacía era contarnos sus mierdas, proponer visitas sorpresa al pueblo familiar o empeñarse en exprimir el finde cuando a uno lo que le apetecía era quedarse en casa (que para eso la pagamos)… Da igual, alguna vez le quisimos y es verle con el niño en brazos y sufrir un retortijón de entrañas, sentirnos malas personas porque sí, compartimos su felicidad y, sin embargo, no salimos en la foto: ¡hemos sido expulsados de una vida que aborrecíamos!
Así somos, volátiles, satélites alrededor de una órbita fiel y Lowenstein, presos fuera de un mundo perfecto en su concepción y terriblemente imperfecto en su devenir diario. También es cierto que el trauma dura poco, y aquel residuo umbilical que nos unía termina volatilizándose como una aspirina efervescente, sobre todo al advertir lo que ahorramos en pañales y dolores de cabeza. Ese niño, además de representar una oportunidad extranjera, viene con un adiós desprovisto de amargura. Por mi parte espero que les vaya bien, siempre. A todas.
