Las ataduras

Madre vive atada a su casa. Es ahí donde duerme y se recuerda. Padre respiraba atado a las cuerdas de una guitarra española, al salón y a la tarde, al humo de un cigarro en sueños. Las hermanas andan atadas a sus perros. Yo vivo atado a un pasado que se mueve hacia delante, cada vez más difuso porque solamente hay orden en el futuro. Todos, sí, todos, nacemos para atarnos más flojo o más fuerte. También a la soledad. Ay, las ataduras… hasta al desapego uno se ata.

Y dejamos soltar para que nos duela menos. Y volvemos a cargarnos. Se trata de ataduras escogidas, que implican seguir despiertos, más cansados. Las ataduras que nos eligen no son ataduras, son cruces y reliquias de santos que nunca fueron santos. Los colocamos alrededor del cuello y hacia ellos vamos en una absurda búsqueda de salvación. Estar atado implica tener miedo. El miedo convierte los lazos en cemento. De cemento están hechos los huesos y su boca.

A veces, las ataduras nos convierten en esclavos agradecidos, orgullosos de la falta de descanso. Todos las ven excepto uno. Perdemos peso, pero cada vez vivimos más atados a lo que nunca pudimos tener, a ese lugar que existe pero nunca vimos, al próximo viaje siempre próximo. Ser conscientes de nuestras ataduras, romperlas. Atarnos de nuevo. Así sobrevivimos a esos fantasmas: convirtiéndonos en el lugar de sus apariciones.

Ilustración: klauskremmerz.com