Primavera Sound 202X21

El anuncio del Primavera Sound, pospuesto para el próximo año por razones obvias, ha generado reacciones extremas. La primera, ansiedad. Y es que después de años sin poder asistir a un festival a drogarte y escuchar música de fondo te encuentras con que van todos tus grupos favoritos. Todos. Da igual quien seas. Ahí estarán Beck, Nick Cave, Dua Lipa, C-Tangana, Einstürzende Neubauten, ¿Lorde también? También. Y claro, llevamos demasiado tiempo en el dique seco, somos hijos de la castidad y hemos perdido las formas al aire libre, incluso un poco la cabeza. Y surgen las dudas: ¿qué se llevará en el 2022? ¿Qué sentiré al estar rodeado de miles de desconocidos que sudan y son felices? ¿Estamos preparados para acelerar de cero a doscientos en un maratón de diez días a pelo?

Pasado ese momento naranja-pera-naranja, uno lo ve más claro. Otra cosa es pagar la entrada: 425 euros (con número) la más barata. Sucede lo mismo que con el cartel. Parece una broma, un precio asumible por gente de apellido compuesto que gasta el sueldo de medio mes en un bien de consumo gratuito en su versión casera. De nuevo, hiperventilo en una bolsa del Día y llego a la conclusión de que pagar esa cantidad por ver a más de 350 grupos (los conté pero me cansé muchísimo) tampoco es tanto. Sale a 1,2142 euros el grupo.

Queda por despejar la incógnita más importante e ignorada. Si nos faltan tablas, no nos cabe la ropa de este año y el futuro es una ilusión cuando el rock and roll conquistó nuestro bolsillo, ¿habrá previsto el festival más importante de España cintas desplazadoras de un escenario a otro? Resuelto el problema del rayo en primera fila, anticipo dos o tres ataques al corazón. Eso sí, el de la música nunca dejó de latir, ni siquiera cuando el país era un silencio.

Ilustración: http://www.studiomuti.co.za

El Sonorama invisible

Cuando asistes al festival que crece entre viñedos, baldosas, cúmulos y tierras ocres, aquello que sucede —y que no vemos— antes de que el grupo suba al escenario se convierte en un conjunto vacío en medio de la espera y la catarsis colectiva. Lo que en principio parece una escena habitual, por lo recurrente en las ya veintidós ediciones del Sonorama, es en realidad la consecuencia de un trabajo que no transciende, brisa floja en boca del cantante de turno que menciona (al infinito) el trabajo del equipo técnico, hombres de negro y bota gorda con una peligrosa tendencia a echar horas… no remuneradas.

Y es que aunque no lo sepas, tanto los que figuran en el cartel como los que se funden con las papeleras al fondo del escenario —y que incluyen a universitarios con acné, guardias de seguridad, limpiadoras de mirada triste, aficionados al vino, reponedores, «luceros», miembros de producción, «runners» y a Dolan— forman un lienzo consistente en una gran mancha oscura que rodea un punto similar a una estrella, pero que alberga en su interior la dosis justa de azar, preparación y algo parecido a la fe oculta bajo capas de coros entusiastas.

En esta edición, con nuevo recinto en forma de triángulo isósceles y varias quejas (muy de señora) relativas al uso indiscriminado de pistolas de agua, no destacaron ni Nacho Cano y su recuperación del Cristo del Corcovado entre sintetizadores pregrabados, ni los Carolina Durante de bombo a negras con puntillo, ni mucho menos el esperpento de Shinova, sino todo lo contrario. El 2019 fue de Alberto Jiménez convertido finalmente en la voz de una generación perdida y reencontrada y la chica sin nombre —la llamaremos Andrómeda— responsable de vigilar la valla del recinto durante doce horas al día. Junto a ellos una constelación de anónimos: Martín, Javi, Almu, Sofía, Marcos, (…), héroes invisibles de la Antártida a orillas del Duero.