Proliferan por todas partes. En los perfiles de ciudadanos con tres dedos de frente y algún postgrado; en los «stories» de actores, poetuchos y cantontos; en la fibra y en la carne. Cada día. Desde los cuarteles digitales alimentan al monstruo, quizás por miedo al olvido, quizás porque son incapaces de entender que no se trata de estar, sino de ser y deshilacharse en movimiento. Por eso muchos de ellos recurren al ya tópico «lo que se viene», o al empleo de SIGLAS, al «about last night» o «al termina tú la frase». Pero de todos ellos, como un puto ave fénix que echa lava a borbotones por los esfínteres, hay uno que me supera. Bis. Y ese es el «contadme, os leo». Ahí comienza lo malo cuando lo peor está al caer.
Cada vez que esas tres palabras aparecen en la pantalla me tiembla el meñique y las dudas ametrallan mis sinapsis: ¿realmente leerán lo que les cuentan? Y si es así, ¿tendrán verdadero interés en saber lo que piensa la masa sobre ellos o su trabajo? Y si lo leído es un exabrupto o una petición para que dejen de hacer el tonto, ¿les afectará hasta el punto de precipitar un bloqueo existencial?
Decía Virginia Woolf —que no sólo era muy sabia sino que además escribía mejor— que «los ojos de los demás son nuestras cárceles, sus pensamientos nuestras jaulas». Preguntando tan alegremente al personal existe el riesgo de terminar atrapado entre las aspiraciones, lo que uno piensa realmente de sí mismo y el silencio. Así, y en un mundo menos mustio, me inclino por el «os cuento, me leéis». Porque sin lluvia no hay arcoíris.
