Cuando viajar es desaparecer

Pasamos toda nuestra vida en movimiento, a veces empujados por las prisas, otras intentando bloquear el tiempo en ráfagas, gesto inútil entre dos siestas. Sin embargo, cuando cambiamos de frontera —el turismo de interiores resulta menos letal— se inicia un proceso de demolición, el de un nuevo mundo que se despliega ante nuestra mirada oblicua… y el de nosotros mismos.

Porque resulta que, sin querer, fuera de España repetimos los actos cotidianos cambiándoles la perspectiva. En el proceso tiramos de Google Maps, alzamos la copa que contiene licores florales, recuperamos fuerzas entre el ruido y las luces de neón, damos las gracias en lenguas que se traban, en definitiva: somos menos de un sitio y más de ninguna parte. Y la ingravidez del viaje se transforma en ángulos corporales de 45°, sonrisas en las antípodas del día a día, costumbres prestadas y nada de periódicos. Así es como el nómada toma conciencia de ese todo que une a la especie más dañina del planeta, repleta de supuestos enemigos que ahora nos abren las puertas de sus cocinas, salvajes que nos ayudan a hacer desaparecer la realidad bailando sin lobos. Nuestra propia circunstancia marca el ritmo y, la postal sin sellar, los pasos.

En un momento de ruptura donde la patria ya no es la tierra natal (o adoptiva) a la que un hombre se sentía ligado, el viaje nos da una visión más nítida de un planeta que gira alrededor de 7.000 millones de órbitas. Al mirar con atención aquello que ignoramos por movernos solo en verano, al asistir al milagro de otros ojos —los que nos observan curiosos y con los que presenciamos el milagro de lo que existe por primera vez—, de repente, somos pájaro. Amanece en la Puerta del Sol y en el país del sexo pixelado los fanales brillan con más intensidad que las estrellas. Ya no hace falta volver a casa.