La tristeza de la lotería

La esperanza es un boleto no premiado. Porque hay más probabilidades de que nos alcance el rayo que de tener el 05490 en la cartera. ¿La gente se aferra a los números porque es Navidad o es Navidad porque la gente se aferra a los números? Con esa duda en mente vemos caer las bolas, unas bolas que parecen de madera y se insertan en alambres. Doscientas bolas forman una tabla que recuerda a un pincho moruno de los que no se comen. Ahí está la esperanza de la estadística, atravesada una sola vez entre cien mil. Millones miran.

Hay mucha gente fea que juega a la lotería. Está por todas partes. En la cola de las administraciones, en el centro de Madrid y descorchando botellas de cava. Son parte indispensable del jolgorio que complementa a un sorteo triste por sus tonos. Los niños de San Ildefonso llevan una corbata granate y ropa que les viene grande, pierden fuelle y se equivocan mientras la gente fea gana millones. Frente a ellos, una comitiva de tres sepultureros (podrían ser agentes inmobiliarios) vela las tablas de esta nueva ley, la del dinero caído de un bombo.

La lotería es un juego de aproximaciones y distancias. Por esa razón lo miro desde lejos. Resulta que tras terminar la ceremonia se celebra un epílogo en el que las tablas son expuestas durante siete días. Todo muy de velatorio con el suelo cubierto de botellas y confeti. Es un juego maravillosamente triste este, pero quita el hambre hoy, alimenta la esperanza del próximo año quizás. Lo peor no es la estadística, sino creer que las personas son décimos. Mientras haya vida seguiremos esperando. Y así toca.

Ilustración: Guy Billout