Mi miedo a los disfraces

El mundo, esta noche, se convertirá en un lugar de cuento. Saldrán los esqueletos gordos, las brujas dejarán el gato en casa y, de vez en cuando, un asesino en serie apuñalará la memoria de sus víctimas, audiencia en Netflix. Tampoco es que haya mucho cambio respecto a un lunes cualquiera. Porque hay monstruos a los que tratamos todo el año, máscaras peores que un mordisco y disfraces que provocan nauseas. En mi caso, la aversión a cualquier maquillaje está justificada. Durante años hice de Pluto, la hiena Ed del «Rey León» —sí, la de la lengua fuera—, el hermano Tuck y muchos más que pesaban como un muerto. Para los que no lo sepan: Mickey Mouse es una chica de Essex con la cara de una loba herida.

Y es que solamente se disfrazan aquellos que se disfrazan todo el año. El resto, los tristes, vemos lo bien que se lo pasan otros siendo otros, que en realidad son el mismo. En cuanto al feo, por fin podrá soñar con otra cara, borrarse las cicatrices al volver a casa. La rica añadirá brillantes, destellos, se sentirá una más entre tanta chusma. El sobrado lo será dos veces, y el elegante, muy escaso en la era del chándal, recuperará su traje de los domingos un lunes. Lo más curioso es que, todos, sin excepción, no hacen más que mostrarse tal y como quieren ser. Revelaciones.

El disfraz de uno mismo debería ser obligatorio. O eso pensé aquel verano en el que Nadal vino al parque a celebrar otro Roland Garros. Ahí estaba él, quemado y victorioso, convirtiendo una hazaña en algo desprovisto de esfuerzo, fácil. Yo llevaba un traje de Buzz Lightyear para la foto. Sonreí por dentro y le metí un dedo en el ojo. Se cagó en mi puta madre, firmó más autógrafos que Blancanieves y desapareció. Por mi parte y ya en el vestuario me quité la coraza, los guantes y las rodilleras. Observé mi cara en el espejo. Era cierto: «cuanto más te disfrazas más te pareces a ti mismo, Javier». Ahí reside el verdadero horror.

El disfraz

Existen muchos, tantos como santos. Los de la noche de ayer incluyen coágulos secos, heridas de cuchillo y un amplio espectro que viene a compensarse con los dulces, mejor buñuelos. La mayor parte de estos disfraces son lúgubres, otros dan risa, pero ninguno consigue generar el terror de la oficina o esas cenas familiares en las que el centro nunca aguanta. En cuanto a las calabazas, pues a todos nos suenan de algo. Y hay una bruja en nosotros, todo el año, que grita hocus pocus sin escoba, incomprendida vieja que escapa de la quema y mira a los niños del trato con desconfianza. Quizás por eso muchos se maquillan, para mostrar cómo se sienten que es, al fin y al cabo, lo que son. Al menos una noche, lo que dura ser joven. Luego se pondrán la(s) máscara(s) de adultos.

Porque las horas de oscuridad germinan con la luz. Y uno que se ha disfrazado demasiado, incluso por dinero, mira con cierta desconfianza estos desfiles. Al final sólo interesan cuando las calaveras parecen flores a lo lejos y los muertos mariposas desde cerca, baile de extremos unidos por obra de la magia o brujería, que es lo mismo porque las dos ilusionan y confirman que los milagros existen. Al final se trata de encontrar una razón para el disfrute, dejar de buscar monstruos bajo la cama o en los armarios. Están por todas partes.

Y es que nos merecemos un buen susto que permita saber que el cuerpo sigue pegado a nuestros huesos. En cuanto al alma, depende del día, de los vivos y los que ocupan la memoria. Mejor creer que un mundo distinto es posible, castillo habitado por criaturas diabólicas, bebedores de sangre y zonas prohibidas. Curioso; al despertar en el pasadizo del lunes desearía volver a las tinieblas y la lluvia. En ellas late la posibilidad de ser alguien de cuento antes de que el mundo nazca de nuevo, en la mañana, en la telaraña de las noches de otra era.

Ilustración: Hiroshi Nagai