El bulo del culo

Me flipa el siglo XXI. Él sigue a lo suyo, superando nuestras peores expectativas, esas que nos llevan a anhelar con ganas la extinción de la humanidad. Resulta que el joven que denunció la agresión rematada con la palabra maricón en su culo se lo inventó. Lo hizo para que su pareja no le pillara. ¡Joder con las cosas que se hacen por amor! Y claro, las reacciones de indignación han superado el asco inicial, dejando en el aire un tufillo de estafa en todos los niveles de la cadena trófica. Así y por mediación de la mentira, los actos contra la homofobia parecen —sin serlo— un simple paripé, los de Vox quedan al descubierto al responsabilizar de los tajos a los inmigrantes y el resto observa el percal como si se tratara de una obra de teatro. Lo único que no queda en entredicho es que estamos sufriendo un pico de gilipollas. Histórico.

Somos gilipollas en una proporción desconocida. Primero el que suelta el bulo en la comisaría, luego los que retozaron entre insultos y señalamientos a Malasaña y, por último pero no menos, aquellos que entonan el «si ya lo sabía yo». De pronto, un país en el que los obreros votan a la derecha se convierte en una legión de lelos de todas las ideologías. Tantos hay que se antoja necesario bordar una bandera para identificarlos. Vale con un calzoncillo sucio ondeando en la azotea y, de paso, manifestarse contra la estupidez.

Ante todo, poca calma. Queda por resolver algo importante. Y es que no conviene elevar una anécdota a la categoría que considera falsas todas las denuncias, al igual que no todos los fascistas son racistas. Bueno, esto último lo dejamos pendiente. Decía Francisco Umbral: «El gilipollas lo es por definición de cuerpo entero. Se es gilipollas como se es pícnico, barbero, coronel, sastre, canónico o notario: de una manera genérica y vocacional». Cabría destacar en ese cuerpo una de las dos nalgas y el cerebro.

Ilustración: Marco Melgrati

Nos están matando

Todo cambia para que nada cambie. Esta vez sucedió en un portal de Madrid, la capital del Orgullo. El elegido; un español de veinte años. Los agresores; un grupo de hombres cubiertos con pasamontañas que hablaban con insultos. «Maricón de mierda, asqueroso, comemierdas», un poco lo de siempre. También «anticristo», algo más sorpresivo. Para rematar el retablo siniestro, le firmaron la palabra maricón en el labio y el glúteo. Después se fueron a tomar unas birras por Malasaña, dejando a la víctima en la posición de Federico, con la salvedad de un corazón que todavía late. Y claro, si el odio sigue extendiéndose de derecha a izquierda, entonces la rabia aflora y una parte de la sociedad entona el ‘ni uno más’ cada vez menos convencida. Pero ¿por qué? Porque la suciedad calla.

Espinosa de los Monteros: «Hemos pasado de pegar palizas a los homosexuales a que ahora estos colectivos impongan su ley». Fernando Paz: «Si mi hijo dijera que es gay, trataría de ayudarle. Hay terapias para reconducir su psicología». Hay muchas más barbaridades. Si las palabras aumentan la temperatura ambiente, entonces la espiral de silencio aviva la violencia. Así también se señala al colectivo LGTBI, mediante voces institucionales contrarias a la tendencia homófoba que prefieren ser cautas o directamente no mojarse. Será por miedo, será porque la homosexualidad se contagia por aerosoles…

Resulta aterrador comprobar que esa tarde de caza sea considerada por algunos como una chiquillada, de la misma forma que otros confirman la planicie de la Tierra y la sinrazón de una vacuna que ha salvado a millones de personas. Que quede muy claro. Cuando alguien esgrime el ‘nos están matando’ queda descartada la creencia. Puede ser difícil de asimilar, pero en septiembre de 2021 siguen asesinando y agrediendo a personas que cometieron la osadía de ser ellos mismos. Progreso lo llaman.

Ilustración: http://www.emilianoponzi.com