Me flipa el siglo XXI. Él sigue a lo suyo, superando nuestras peores expectativas, esas que nos llevan a anhelar con ganas la extinción de la humanidad. Resulta que el joven que denunció la agresión rematada con la palabra maricón en su culo se lo inventó. Lo hizo para que su pareja no le pillara. ¡Joder con las cosas que se hacen por amor! Y claro, las reacciones de indignación han superado el asco inicial, dejando en el aire un tufillo de estafa en todos los niveles de la cadena trófica. Así y por mediación de la mentira, los actos contra la homofobia parecen —sin serlo— un simple paripé, los de Vox quedan al descubierto al responsabilizar de los tajos a los inmigrantes y el resto observa el percal como si se tratara de una obra de teatro. Lo único que no queda en entredicho es que estamos sufriendo un pico de gilipollas. Histórico.
Somos gilipollas en una proporción desconocida. Primero el que suelta el bulo en la comisaría, luego los que retozaron entre insultos y señalamientos a Malasaña y, por último pero no menos, aquellos que entonan el «si ya lo sabía yo». De pronto, un país en el que los obreros votan a la derecha se convierte en una legión de lelos de todas las ideologías. Tantos hay que se antoja necesario bordar una bandera para identificarlos. Vale con un calzoncillo sucio ondeando en la azotea y, de paso, manifestarse contra la estupidez.
Ante todo, poca calma. Queda por resolver algo importante. Y es que no conviene elevar una anécdota a la categoría que considera falsas todas las denuncias, al igual que no todos los fascistas son racistas. Bueno, esto último lo dejamos pendiente. Decía Francisco Umbral: «El gilipollas lo es por definición de cuerpo entero. Se es gilipollas como se es pícnico, barbero, coronel, sastre, canónico o notario: de una manera genérica y vocacional». Cabría destacar en ese cuerpo una de las dos nalgas y el cerebro.
