Rodillas

La primavera trae rodillas. Están por todas partes. Abultadas, asimétricas, llenas de colgajos alrededor de una órbita de hueso, planas, flores, únicas. Somos lo que somos de rodillas y ellas nos trajeron hasta aquí. Por eso pierden protagonismo frente a la escasez de ropa y las piernas de los otros. Fémur, rótula y tibia irrumpen con fuerza en una sola palabra, como si hubieran vivido en la clandestinidad y necesitaran aire, poco espacio en los vagones del metro o en una calle en la que practicar el movimiento hacia el verano. Si tuviera que elegir una parte del cuerpo seria una rodilla. Nunca mienten. Y eso que son dos.

Las rodillas jóvenes cuentan poco por culpa de la prisa. En ellas hay heridas frescas, un tono más de piscina, la posibilidad de llegar al infinito y más allá. Las viejas, en cambio, vuelven de revival, reclaman espacios que dejaron de pertenecerles, traen recuerdos de la primera vez en bicicleta y un padre orgulloso acompañando el giro. ¿Os acordáis de cuando la rodilla era un territorio virgen? Ellas tampoco. Se dedicaron a avanzar y avanzar, impactaron contra el suelo. Y se levantaron. El pasado… para los cobardes.

Todas las rodillas son bonitas. Solamente hay que darles tiempo, observarlas sin prejuicios ni cánones. A pesar de todo, casi nadie está conforme con las suyas. Será porque los defectos (propios y ajenos) comienzan donde terminan esos horribles pantalones cortos. Mis preferidas recuerdan a las conchas y brillan cuando el sol está más alto. Hay mas rodillas que personas en el mundo, representar el deterioro y la materia, siguen a la mente y a sus pasos. Aquel que inventó la rueda le hizo un flaco favor a las rodillas. Quedan cuarenta y un días para hundirlas en el mar. De ahí esta oda.

Ilustración: Alex Katz