Inés Arrimadas y el ardor

Leo con interés la biografía de esta chica de marca blanca, portadora del virus de la crispación y propietaria de la cara de Bella, el personaje de Disney con el que comparte descripción en la Wikipedia: «(…) librepensadora a la que le gusta leer y seguir las aventuras de su propia imaginación, sin miedo a decir lo que piensa, sobre todo en situaciones difíciles, aunque puede ser un poco vacilante cuando está nerviosa». La bestia no se menciona, pero anda cerca, incluso dentro, a la manera de un volcán.

De esta forma, un compendio armonioso de carne, huesos, agua y un toque de maldad se convierte en ficción, la de los cadáveres que arroja a sus pies la vida en política y la serendipia del juego con vidas ajenas. Y es que en poco más de treinta y ocho años, la hija de Rufino e Inés ha alcanzado el estatus de objeto de culto del que desconfiar, una rival fiera en los debates por su manera de distorsionar los hechos, capaz de abrazar sin ninguna resistencia la herencia de Rosa Parks, aquella activista afroamericana que se negó a ceder el asiento a un blanco y ocupar la parte de atrás del autobús… sin cambiar de pigmentación.

Antes del invierno asistiremos a su eclosión y seremos testigos de la verdadera cara de Inés que, paradójicamente, coincide con la de otro personaje de ficción, la Diana de V, transgénero entre los lacertilios y un abogado enarbolando la bandera (roja y amarilla) de los intereses partidistas por encima de las cabezas de esos pobres terrícolas, rasgo inequívoco de un político sentimental que se acuerda del día de la madre antes de dispararte a bocajarro. Con la pistola caliente da media vuelta, enfila el camino a casa y las familias felices, más o menos distintas en su día a día, dan paso al conjunto de los españoles, familias tristes más o menos iguales. Lo dicho, Inés Arrimadas y el ardor.

La ira como motor del cambio

Es cierto que el amor, no confundirlo con el enamoramiento y su flor de pasión, nos empuja a tomar, sino las más trascendentes, al menos las decisiones mas fieramente humanas de nuestras vidas: envejecer frente al mar junto a la misma persona, levantarnos todos los días con el sol para garantizar el presente y el futuro de los más pequeños, escribir canciones que perduren más allá de la próxima glaciación planetaria…

Por el contrario, el miedo nos lleva al pánico, un callejón sin salida que nos convierte en un eslabón más de la cadena, la herramienta ideal de ese poder fáctico que consigue modelar a un ciudadano poco crítico —simple amasijo de carne y tendones desprovisto de masa gris— y establecer la inacción como norma. Y el pánico nos lleva al dolor.

Entre medias del amor y el miedo surge la preocupación, un estado de inquietud rayano en la angustia que, de persistir en el tiempo, desemboca en la depresión y, en el peor de los casos, en el suicidio por la ingesta de pastillas. Porque a veces la batalla se pierde y otros continúan en las trincheras del día a día y la paroxetina…

De entre todos estos estados del alma surge uno que cuenta con la incomprensión de la mayoría, quizás por la enorme cantidad de cadáveres que dejó a su paso, pero poseedor de una capacidad inaudita para cambiar tu realidad, y por lo tanto la realidad de todos los que te rodean. En lugar de reprimirla y empujarla al pozo de tu psique puedes mirarla a los ojos, mantenerla cerca de tu ventrículo y lejos del odio, sacarla a la calle y que grite, que diga que no, que no le gusta lo que veis y que juntos apuntalareis vuestra casa, el barrio, vuestra ciudad, el mundo. Porque si la naturaleza, la expresión más elevada de la belleza desprovista de magia, demuestra en ocasiones su poder de destrucción, tú puedes emplear la tuya para todo lo contrario. Y la ira se transformó en amor, por ti, por mí, por todos los demás.