El sacrificio

Toda relación amorosa implica una forma de humillación. Nada de gloria o recompensa, más bien un ir haciéndose que, a veces, da sentido a todo. Otras, las menos, conduce a placentas oscuras, cristales cóncavos, ángulos muertos. Es precisamente ahí cuando surge el sacrificio, pero no el de la atadura de Isaac y los gimnasios, sino una vida que implica la supervivencia de la pareja, también la ruina con vistas a cargar agua entre las manos del otro. El caso es que siempre podemos soportar más y un poco más, incluso ir a favor de la primera ley de la conservación de la materia sin tener carrera: «La masa consumida de los reactivos nunca es igual a la masa de los productos obtenidos». Química humana toda ella.

Entonces llega el miedo a querer, a dejar de ser amado o a una equis de combinaciones por pares, variable de carne y zonas comunes con forma de desgaste. Y llega el deterioro. Sorprende comprobar que surge de repente, ¡entra!, con algún indicio previo entre los más cercanos. Es cierto, saben más ellos de nuestra relación que nosotros mismos, precisamente porque la pareja se percibe desde fuera como un accidente. Dentro todo sucede tan deprisa que ese movimiento se intuye al correr, nunca pasa por delante del escaparate. Ese es el miedo del que hablo, lo llaman soledad y los otros la ponen a la venta.

Sufrir o no sufrir, sacrificarse, ponerse en lo más alto de una cruz tallada por si acaso, que decore solamente. ¿Hasta dónde llegar en el empeño? Solo espinas y una herida en el costado, venga. Y sudas, y como esto no va de éxito tampoco sabes si el límite lo marcas tú o el tiempo. La duda de saber si el otro haría lo mismo acecha en sueños y con el café de la mañana. Resulta que da igual. Insistes por amor, oxígeno que enciende el aire de las noches cálidas, la única razón por la que vivir ardiendo.

Ilustración: Guy Billout