Juan Diego, el maestro sin apellidos

Nadie tiene muy claro quién es. Tampoco el papel que le ha tocado interpretar, ni en el proscenio ni en la placenta de los días. Por eso, Juan Diego, un sevillano de voz de yunque a punto de fundirse decía que «dentro de mí está ese hijo de puta y ese homosexual y ese nudista y ese comunista y ese tipo amable y ese violador. Dentro de nosotros está todo lo bello y lo hermoso, todo lo horrible y despreciable».

Quizás por esa razón su ausencia pesa tanto, moja, porque, a veces, los actores se olvidan de la vanidad y transmiten historias, nos cuentan en ellas siendo otros, interpretan el difícil arte de comunicarse sin intermediarios. Después hay un director cansado que grita «¡corten!» y un actor sin apellidos, con carnet y una pistola lanza un obituario al aire: en Rusia nieva y borracho se está mejor que sobrio.

Resulta que Juan Diego era su nombre, de ahí que los apellidos los aporten Landa, Fernán Gómez, Pávez, González, Rabal y el resto de una estirpe que, poco a poco, va dejándonos un poco más solos, un poco más perdidos. No puede haber gente más triste que nosotros hoy, eso seguro. Descansa en paz, Juanito, te llevas a la tumba una parte del cine que nos queda en la retina y tu memoria.