Eso que tú nos diste, Pau

Algo extraño sucede al hablar de la muerte. La mandíbula se tensa, la mirada se encoge. Lo siguiente, cambiar de tema. Poco importa que impregne el bol del desayuno o aceche cada respiración mal dada. Luego está lo del Pau. Decide pasar el inevitable tránsito con la familia, Fideos y ante las cámaras. Mira a Évole y de entre los surcos de un jirón de piel se destapan los ojos de un niño, los mismos que acompañan una conversación sobre cosas normales, corrientes. Algo más extraño sucede porque ante lo inevitable —ojalá pudiera vivir quince o veinte años más, dice— reivindica la vida bien usada, soporta el pensamiento de quedarse atrás, aunque no quiera. Y llora, y ríe y adrede despoja de drama los últimos momentos. Doce días después era un recuerdo.

Todos conocemos la antesala de la muerte. Algunos porque se lo contaron; otros porque les tocó. Normalmente lo que se hace es acompañar al paciente —la palabra enfermo es inexacta — y entender que muchas veces se hace mucho no haciendo nada, sólo estando. El tiempo deja de contarse con relojes y la vida queda en ese suspenso en el que dar un paseo por la montaña, pelar una naranja o atardecer adquieren su verdadero significado, el que tienen aquí y ahora.

Pau tiene frío y se coloca la gorra hacia atrás, igual que un adolescente de cincuenta y tres años. Da igual, llega a decir. Y en se momento uno entiende que algunos mueren muchas veces antes de morirse, y otros lo hacen tal y como vivieron, con la tranquilidad que otorga saber que es síntoma de vida. La entrevista termina y pasan los créditos. Las canciones adquieren aspecto de silencio después de verle susurrar desde el más acá. Ya por eso merece la pena amar, cantar, vivir. Eso nos diste, Pau, y eso es la hostia.

Ilustración: http://www.ellocodelpelorizo.com

Hartos de llegar borrachos a casa a las diez

Mucho se habla de la violencia en todas sus manifestaciones. Que si los radicales asaltan las tiendas de carcasas en lugar de las librerías, que si la Policía hace apología del terrorismo de bordillo sin consecuencias para sus socios numerarios, que si quemar ninots con la cara de Rajoy en Fallas es cultura, pero hacer lo propio con un muñeco de la Vicepresidenta es abominable… En fin, hay para todos los públicos, sin embargo y en el fragor de la batalla, nos olvidamos de esa sensación tan cruda que experimentamos cada viernes (y algunos sábados) al volver pedo a casa… a las diez de la noche. La incógnita —despejada hace siglos en otras latitudes— resulta tan difícil de asimilar en España que por esa razón nadie lo dice en alto, quizás con la esperanza de que pase rápido y así poder ajustar de nuevo nuestros ritmos circadianos a un consumo excesivo de alcohol.

Porque ahora, tal y como están las cosas y para los mayores de treinta y cinco, pedirte un vermú al mediodía equivale a ese segundo Dry Martini de las dos de la mañana, con la diferencia de que en la barra hay un par de niños comiéndose un torrezno y los mayores desayunan. Y claro, miras la hora y a las cinco de la tarde brilla el sol y tú vas ciego, barco de arroz a la deriva en un mundo concentrado en menos horas. Esto es una carrera contra el tiempo, pero una en la que con toda seguridad ya no despertarás en casa ajena, con ese «donde estoy» convertido en un clásico tan clásico como las películas de Bogart pedo. A las diez abres la puerta, te sientas en el sofá y miras el debate de La Sexta; el fin de fiesta soñado… para tu peor enemigo.

En lo que se refiere a los menores de veinticinco cuesta poco imaginarlos sentados a la mesa y comiéndose la sopa de fideos delante de padre y madre, que tampoco saben muy bien si es preferible tener al niño vivo y en un estado lamentable a las diez de la noche que despertarle a las seis del domingo oliendo a destilería, aunque a su hora. Fuera de la problemática quedan los abstemios, personas sospechosas enfrentadas a la mayor de las violencias: mantener la lucidez las veinticuatro horas del día más raro.

Ilustración: http://www.greg-guillemin.com