Aprendiendo a recordar a Almudena

Nunca vi a Almudena Grandes. Ni siquiera le pedí que firmara la primera página. Tampoco asistiré a su funeral, punto y aparte, probablemente uno de los más tristes para tantos buenos amigos tan bien alimentados. No, no supe donde nació hasta que ojeé su biografía, ahora una esquela de domingo helado. Simplemente disfrutaba de sus artículos, un diario íntimo en un periódico. Supongo que, de alguna manera un poco extraña, logré conocerla sin darme cuenta, como si leer a una gran escritora implicara descubrir por primera vez aspectos de uno mismo, esa arena que descubre el mar en su descenso. A veces, lo más cercano es invisible, y la literatura achica el agua.

Porque aunque ella no lo sepa —ya nunca lo sabrá ni le importa—, «Las edades de Lulú» supuso mi primera aproximación al sexo y su carne, al deseo en un coche con las ventanillas empañadas y al intercambio de saliva, es decir, a la vida fieramente humana hecha ficción. Tenía once años. Así esperaba a quedarme solo en casa, cogía el libro de la estantería y lo abría por las páginas marcadas, las mismas que hoy releo sabiendo que su autora ya no late. El efecto sigue siendo el mismo, quizás porque yo ya soy otro. Extraña forma de tenerla más presente hablando en primera persona.

Así comienza la difícil tarea de aprender a recordar a las que ya no están, a Inés, a Malena, a Viernes, a Manolita y a Lulú. Hay tantas y sólo una Almudena. Descansen todas en paz, vivan en esos párrafos que ni el tiempo borra.

Nuestros muertos

«Ojalá tu padre pudiera escuchar el disco» dijo madre por teléfono. Y es que los muertos no ven, mamá, pero nos oyen. Sobre todo en las mañanas de tajo y carboncillo. Tampoco vuelven, porque nadie regresa si nunca se ausenta. Simplemente colocan la oreja en el tabique de esos vivos que creen en el tránsito, el suyo propio, el único. El muerto, en cambio, se levanta, prepara café, rebana el pan, da cierta continuidad al afán de los días. En definitiva, hace memoria de nosotros en su ausencia. Es el silencio el gran problema, un jirón de vida que abraza a los que laten. Si uno lo piensa, la muerte embruja a los que colocan coronas de gladiolos y claveles, encienden velas, escuchan réquiems con la esperanza de librarse del olvido. Insisto, el muerto oye, por eso nunca muere.

También resuena. En las cuerdas de una guitarra, en las hojas de parra mecidas por la luna, en los abrazos del tiempo dislocado. Alguno incluso sueña con vivos que les sueñan, hijos, esposas y amigos que cierran los ojos para despejar las dudas sobre la dimensión del amor supremo, recuerdo conservado en ámbar, apego que es todo por ser siempre. ¿Cómo negar la evidencia de lo que nadie ve y sin embargo siente? Cada muerto avala esta esta teoría; nos va la vida en ellos.

Llegará un momento en que, de tanto mencionar a padre, acabe convirtiéndose en historia, y por lo tanto ficción. Yo sigo rellenando páginas de música (¿o son pentagramas de palabras?) con la certeza de que aún las oye. Y es que fueron escritas por una parte del yo que fui estando él cerca, también con restos de ese yo lejano que se resiste a no seguir haciendo ruido. Aquel tiempo se deshilachó con nosotros, de la misma forma que los muertos nos suturan con la aurora. Démosles la oportunidad de oír nuestra mejor versión, la de la biografía vivida a expensas de una muerte que sólo existe en los confines de la vida.

Ilustración: James Turrell

¿De qué escribes cuando no sabes qué escribir?

A pesar de que todo es susceptible de ser contado —eso no significa que todos debamos escribir una novela, por favor—, algunos días toca hacer frente a la imposibilidad en su peor versión. Pero nada que ver con la falta de ocasión o medios para que una cosa exista, ocurra o pueda realizarse, sino justo lo contrario. Para escribir sólo es necesario hacerlo y reconocer que lo no escrito es, precisamente, lo importante, algo así como el silencio en música. Porque tendemos a maldecir el coma, rebelarnos contra nuestra falta de ideas y espiar huertos ajenos con el fin de recuperar el pulso, la electricidad, la pala. Frente a la falsa leyenda de la hoja en blanco, surge la hoja en negro que incluye todas las palabras del mundo, todos los senderos, y por lo tanto el bloqueo.

En este punto lo habitual es o bien levantarse de la mesa o, mejor aún, hacerse una paja. Si la sensación persiste, pides cita en la peluquería para regresar más fresco al punto del que huyes desde que sonara el despertador. Y comienzas a hacerte a la idea: ahora tampoco. Entonces sucumbes a la metafísica y anotas a lápiz que cuando uno escribe es ante todo y sobre todo lector y leer es lo que te empujó a juntar palabras. En este punto, el lector medio, ese que abona páginas, desaparece y sólo existe el anhelo del sosiego, del tuyo propio.

Pocas veces nos paramos a pensar por qué hacemos lo que hacemos. Quizás sea contraproducente embotellar el rayo. Pensar que uno es escritor confirma al segundo siguiente que uno es todo lo contrario, como si las palabras poco o nada ayudaran al que vive y vibra con ellas. Pues bien; hoy es viernes de secano y lo que acabas de leer representa de manera precisa y firme mi capacidad para equivocarme peor.

Ilustración: http://www.salzmanart.com/joey-guidone.html