Nunca vi a Almudena Grandes. Ni siquiera le pedí que firmara la primera página. Tampoco asistiré a su funeral, punto y aparte, probablemente uno de los más tristes para tantos buenos amigos tan bien alimentados. No, no supe donde nació hasta que ojeé su biografía, ahora una esquela de domingo helado. Simplemente disfrutaba de sus artículos, un diario íntimo en un periódico. Supongo que, de alguna manera un poco extraña, logré conocerla sin darme cuenta, como si leer a una gran escritora implicara descubrir por primera vez aspectos de uno mismo, esa arena que descubre el mar en su descenso. A veces, lo más cercano es invisible, y la literatura achica el agua.
Porque aunque ella no lo sepa —ya nunca lo sabrá ni le importa—, «Las edades de Lulú» supuso mi primera aproximación al sexo y su carne, al deseo en un coche con las ventanillas empañadas y al intercambio de saliva, es decir, a la vida fieramente humana hecha ficción. Tenía once años. Así esperaba a quedarme solo en casa, cogía el libro de la estantería y lo abría por las páginas marcadas, las mismas que hoy releo sabiendo que su autora ya no late. El efecto sigue siendo el mismo, quizás porque yo ya soy otro. Extraña forma de tenerla más presente hablando en primera persona.
Así comienza la difícil tarea de aprender a recordar a las que ya no están, a Inés, a Malena, a Viernes, a Manolita y a Lulú. Hay tantas y sólo una Almudena. Descansen todas en paz, vivan en esos párrafos que ni el tiempo borra.
