Madrileñofobia

La madrileñofobia no es de ahora. Madrid siempre ha ‘sufrido’ las consecuencias de ser la capital de un país repleto de capitales de provincias, un honor que, en términos reales, no significa nada más que mayores índices de contaminación, contagios y la creencia —a veces infundada— de ser el sitio en el que dormir si queremos soñar en 3D. Y es que siendo niños íbamos al pueblo y los locales ya nos recibían con un sonoro «¡madrileños de mierda!», quedando inaugurada la temporada de Frigopies y Aftersun.

La cosa tampoco mejoraba en mi ciudad natal, pedanía con olor a purín en la que cada fin de semana los hosteleros contaban billetes a la velocidad de animadversión hacia el de más afuera, como si venir del otro lado implicara llevar la letra escarlata del chulo en la frente. Yo miraba a esos madrileños y no les veía nada raro, aunque siempre se movían bajo una nube de inseguridad hecha boina y la certidumbre de que por cada mil personas hay diez gilipollas. Como en todas partes.

Ahora la España herida tampoco los quiere. Quizás porque está frágil, quizás porque la enfermedad nos ha hecho ahogarnos mar adentro, entre el trigo y el táper, olvidándonos de que cuando la ciudad termina, ahí empieza el campo, su némesis y también complemento. Es extraño que, precisamente, en los espacios más abiertos se siga apelando a una diferencia que no es más que miedo en descomposición. Nací en Segovia, pero soy madrileño con acento de la rue des Maraîchers. Y así pasa con todos, aunque se nos olvide en esta nueva anormalidad.

Ilustración: Marigundez