Ayer, con el cuerpo de Maradona todavía templado, las redes se llenaron de lágrimas, nostalgia de glorias idealizadas e insultos duros, muy duros. Así el diez de D10s se alternaba con el maltratador, el genio con el pederesta y putero… incluso algunos reivindicaban a Quino o se alegraban de su muerte tras el anonimato, movidos por la injusticia de creer que el ruido de la pena desbancaba los demonios del Diego, bajito de sombra alargada. Para mas inri la parada cardiorespiratoria coincidía con el «Día contra la violencia de género» y claro, tras los escándalos de Woody Allen, Louis C.K. o Roman Polanski la separación entre la obra y el artista reabría las viejas heridas de género. Porque, ¿es posible amar la trayectoria artística de un monstruo? La respuesta es…
… ante todo compleja. Si en lugar del futbolista utilizáramos (de manera tramposa dada su menor visibilidad) las vidas de Doris Lessing (abandonó a sus hijos pequeños) o Joan Crawford (maltratadora), la cuestión adquiere el aspecto de un teorema afectivo. Lo que está fuera de toda duda es que una obra de arte —a veces un gol también puede llegar a serlo— se produce en un espacio ideal, un mundo dentro de otro mundo dislocado, y nos conecta, nos emociona, nos hace sentir vivos. En esa intersección de éxtasis colectivo se alzan voces en contra de la inmensa mayoría, voces cargadas de moral, incapaces de obviar el hecho de que sí, Maradona jugaba bien al fútbol, pero sus monstruosos actos fuera del campo pesan tanto como la inmortalidad. Silencio incómodo.
Es precisamente después de una reflexión que incumbe a las suma de las partes cuando debemos cincelar el monstruo hasta llegar a nuestro «yo» más intimo. En mi caso seguiré disfrutando con la escultura de Céline, de los brochazos cinematográficos de «Anny Hall» y de la primera y última temporada del «Guernica» alternándolo con la sinfonía del minuto 55 del Argentina-Inglaterra. El desafío no se encuentra en censurar a Maradona, sino en encontrar nuevas maneras de analizar las obras de arte, admitir revelaciones contradictorias, reconocer que el artista es, ante todo, ejemplo de nada, creador de todo lo visible e invisible.
