Pique y muerte en la M-30

Resulta agotador. Los hombres están todo el día midiéndosela. Lo que comienza como un reflejo de niños, maneras evitables de obtener «respeto» siendo imberbes, se traduce en un comportamiento violento con el carnet de conducir. Fácilmente comprobable en Madrid en hora punta. Ojos de fiebre, «hijo de puta» en la comisura de los labios y una pelea de cláxones. Por ahí sale lo malo. El despliegue abarca comportamientos fieramente humanos, algunos de los cuales permanecen agazapados cuando andan, corren o reptan. Así existe cierta correlación entre esos hombres —las mujeres menos— y las marcas de coches que los pierden, lanzando un mensaje tóxico a la atmósfera: la velocidad es, sin duda alguna, cuestión de estatus.

Audi, BMW y Mercedes definen al piloto por fuera y por dentro. El resto de marcas… clase trabajadora con aspiraciones tierra-aire. Cierto, hay excepciones, pero los hechos las destierran. Sucedió el 25 de julio de 2021, pronto. Como siempre en estas historias, una parte que lo hace bien y sale malparada. La otra, en cambio, lo hace mal y sale huyendo con el bien más preciado que es la vida. Comenzamos por los que se la medían: un BMW y un Fiat en una M-30 convertida en Scalextric. Las razones sólo las saben ellos y su polla. La carrera termina en chispas y la vida de un hombre a 70 kilómetros por hora junto a su mujer embarazada. Sólo dos sobrevivieron en ese vehículo, la viuda y el feto. Los pilotos serán juzgados este jueves. Volaban a 200.

La justicia intervendrá. Sin embargo, queda por descifrar el misterio. Creo que todos, kamikazes incluidos, tenemos más o menos claro que la dirección es lo que importa. Lo de darle adrenalina al giro se entiende en el deporte. Así, espacio y tiempo pueden entenderse con la calma, mirando en los ojos de los que sonríen y saludan con la mano desde las aceras. Ya lo decía Cruyff: «A menudo se confunde la velocidad con la anticipación. Mira, si me pongo a correr ligeramente, un poco antes que los demás, parezco más rápido». Por culpa de este error diario, la gente aparece y desaparece. No conducimos, simplemente se nos olvidó estar quietos.

Ilustración: Hiroshi Nagai

El escupitajo

Cuatro días a la semana salgo a montar en bici por Madrid. Antes me ajusto los vaqueros que convierten mi trasero en un melocotón, reviso el estado de mi camisa recién planchada y el casco regalo de Pablo Sotelo, y observo a la gente desde mi atalaya, una que se desplaza a la velocidad de esas motos eléctricas con dos ocupantes. En movimiento soy capaz de percibir otro ritmo en la ciudad, con sus peatones daltónicos, la ira de los conductores que vuelven a casa y el invento de una anormalidad más incómoda que la mascarilla que nos cubre la mitad del rostro.

El recorrido alterna el bullicio sordo del centro y termina siempre en la Castellana. Así es como el otro día, un Mercedes CLA azul me pasó a escasos centímetros del pedal para después salir disparado… hasta detenerse en un semáforo. Cambié de plato, me acerqué para increparle y el conductor que lo hacía rugir mientras jugaba con el móvil se bajó del coche.

Casi dos metros, ciento diez kilos de eslora, calvo con nuca poblada, camisa azul a rayas abierta hasta el ombligo, bandera de España en la muñeca y mezcla de sudor y Álvarez Gómez. Me enseñó una placa de la Policía, le dije que era falsa, lo era, me insultó, le llamé fascista, se quitó la mascarilla, di dos pasos hacia atrás por precaución, me escupió, no pude esquivarlo y desapareció de mi vida. El ciclismo es así. Como el amor y la distancia.

Ilustración: planetlanzarote.bigcartel.com