Sobre la victoria

Lo normal es perder, antónimo de renunciar. Es más, el perdedor pierde antes de intentarlo, ¿no es maravilloso? También el ganador pierde a pesar de los triunfos. Puede ser un pedazo de niñez, sentarse en un banco y lanzar migas de pan a las palomas, vivir una vida que no condene la derrota. El fracaso nunca llega en vano si viene acompañado de una voluntad pequeña y firme. Poco importa la recompensa de los que alzan el trofeo, esa mal llamada gloria. El mundo lo celebrará olvidando que ganar implica mantener el entusiasmo ante un premio inalcanzable. Y es que nunca se deja de soñar. De ahí la pérdida.

Tras la victoria llega el ruido. También las lágrimas del derrotado. Dos extremos que se tocan por culpa del fallo. «El plan no está bien elaborado si no contiene uno o varios errores». Entonces, la suerte empuja la pelota. Suerte entendida no como el lugar de impacto entre la preparación y el pie de la oportunidad, sino como algo que se gana. Y la suerte cambia, también el ganador. El perdedor, en cambio, siempre es el mismo. No pasa nada. De perder nunca se muere. El éxito extermina.

Ganar como forma de vida; perder como filosofía. Luego está la ciencia de uno y otro. No hay nada como la senda del perdedor, de ese silencio que da miedo. El perdedor se levanta, coge un taxi y al llegar a casa piensa en la victoria fallida. El ganador, en cambio, cae rendido por culpa de las emociones. Poco importa el resultado. Lo que cuenta aquí es no tener miedo, intentarlo a pesar de que lo que no se puede no se puede y además es imposible. Luego está Messi, el cuervo blanco de esta historia. ¡Cuántos ganadores en el museo de la pérdida, cuántas estrellas!

Ilustración: Jee-ook Choi

D10S se va y la COVID-19 desaparece un rato

El fútbol es maravilloso. Y lo dice alguien al que no le gusta. Pero nada. De hecho, lo único que hago, y muy de vez en cuando, es mirar por encima vídeos en Youtube con las mejores jugadas de esos supuestos mejores jugadores del único deporte equiparable al sexo cuando es sucio, la droga sin corte y el poder envuelto en TNT. Y digo supuestos porque en el fútbol no hay certezas ni unanimidad. Ni siquiera en torno a Messi, el chico de los ojos pequeñitos pequeñitos gestado en el interior de un balón-placenta y que, con su marcha, desata un huracán mediático que arrasa con los tiroteos en Wisconsin, los incendios y la vuelta al cole. Al menos lo que dure la incertidumbre relativa a su nuevo destino y el del resto mundo.

Es de agradecer que durante unas horas los culés aúllen, el ministro de Cultura salga de la madriguera y ponga un tweet, casi todos menten a la madre de Bartomeu, Ramos destense los abdominales y la mayoría considere que este 2020 es aciago no por razones más que evidentes, sino porque La Pulga, D10S, El Messias —los tres son la misma persona reconvertida en Espíritu Santo— ha decidido cambiar de máscara. Así los genios crean la tierra y el cielo y todas las cosas que hay entre medias, y al séptimo día se van con la duda de haber podido hacerlo mejor en Italia o Inglaterra.

En todo caso, yo estoy encantado con este planeta fútbol libre de contagios e impermeable a la muerte. Gracias a su burbuja, Messi pudo recoger el relevo de la mano de Dios, convirtió las patadas en ajedrez de once, y antes de ayer, tras varios años de decepciones y tatuajes feísimos, detuvo el aliento de millones de aficionados con problemas para respirar. Qué curioso, el Barcelona pierde a Lionel Andrés, el único con capacidad de hacernos ganar al resto sin sudor. Cuando se canse deberían retirar el número 10 de todos los equipos de todos los deportes, justo al lado del 23.

Ilustración: Les Lee