Lo normal es perder, antónimo de renunciar. Es más, el perdedor pierde antes de intentarlo, ¿no es maravilloso? También el ganador pierde a pesar de los triunfos. Puede ser un pedazo de niñez, sentarse en un banco y lanzar migas de pan a las palomas, vivir una vida que no condene la derrota. El fracaso nunca llega en vano si viene acompañado de una voluntad pequeña y firme. Poco importa la recompensa de los que alzan el trofeo, esa mal llamada gloria. El mundo lo celebrará olvidando que ganar implica mantener el entusiasmo ante un premio inalcanzable. Y es que nunca se deja de soñar. De ahí la pérdida.
Tras la victoria llega el ruido. También las lágrimas del derrotado. Dos extremos que se tocan por culpa del fallo. «El plan no está bien elaborado si no contiene uno o varios errores». Entonces, la suerte empuja la pelota. Suerte entendida no como el lugar de impacto entre la preparación y el pie de la oportunidad, sino como algo que se gana. Y la suerte cambia, también el ganador. El perdedor, en cambio, siempre es el mismo. No pasa nada. De perder nunca se muere. El éxito extermina.
Ganar como forma de vida; perder como filosofía. Luego está la ciencia de uno y otro. No hay nada como la senda del perdedor, de ese silencio que da miedo. El perdedor se levanta, coge un taxi y al llegar a casa piensa en la victoria fallida. El ganador, en cambio, cae rendido por culpa de las emociones. Poco importa el resultado. Lo que cuenta aquí es no tener miedo, intentarlo a pesar de que lo que no se puede no se puede y además es imposible. Luego está Messi, el cuervo blanco de esta historia. ¡Cuántos ganadores en el museo de la pérdida, cuántas estrellas!

Ilustración: Jee-ook Choi