¿Es Michael Jordan una mala persona?

Mientras a este lado de la pantalla todos hablamos de lo único, existen infinitos multiversos dentro de la fibra que nos ayudan a sobrellevar —ya nadie vive— una realidad cada vez más precaria. De entre todos ellos destaca un pájaro con el 23, la bailarina con extremidades de muelle que cambió para siempre la estela del sudor, convertido desde su estreno el 26 de octubre de 1984 en sueño húmedo de la tierra, modelo de conducta y negocio valorado en 3.000 millones de dólares al año. Se llama Michael Jordan y protagoniza «The Last Dance«, obra cumbre del plomizo Netflix.

Y es que de pronto, gracias a horas y horas de metraje inédito, versículo a capítulo, vamos descubriendo diferentes facetas de un hombre-escultura que, consciente de que solo no se puede aunque seas el mejor de todos los tiempos, dirige con mano de hierro a sus compañeros. Resultado del partido: seis títulos de la NBA. Entre minutos de trash-talk les increpa 24/7, apuesta con el bedel, vuela, saca la lengua, arma a Scottie y a Kukoč para la guerra, pierde a su padre y claro, ¿cómo no vas a hacerle caso a un tío con los ojos rojos?

Ahora el mundo tiene una nueva razón para dividirse aún más. Algunos verán en él a un tirano con un instinto competitivo tan insaciable que convertía una pachanga con Magic y Larry en un combate a muerte. Otros le recordarán como el líder supremo abonado a un fin que rima con victoria. Me quedo con el hombre, el hijo del viento que se ponía él solito los cordones de sus Air Jordan un número más pequeño.

Ilustración: https://shop.pangeaseed.org/

Michael Jordan por los aires

Desde hace mes y medio no existe otro tema de conversación, o si existe termina estampado contra la troposfera, aquí abajo, en una realidad enmascarada a puerta cerrada. Sin embargo, hace dos días —por obra y suscripción de Netflix— volví a reencontrarme con el 23… veintitrés años después. Fue fascinante comprobar que sigue dominando la gravedad como nadie, marcando 63 puntos contra Larry Bird —el pájaro era otro, blanquito—, infrautilizando muñequeras en un aire que es placenta y que yo, el segoviano rubio que quería ser negro, no era más yo, sino un manojo de nervios ante la electricidad del baloncesto imitando al arte, al deporte asistiendo a la vida.

La verdad es que el Michael Jordan hombre es tal y como te lo esperas. Su escletórica ha enrojecido un par de tonos, se le nota algo botijo, bebe bourbon en ‘old fashioned’ y fuma Montecristos, y mantiene esa mirada del competidor que trabaja más duro que nadie para aspirar a todo y, a pesar de todo (bis), cree que podría haber hecho más (x2), ganar más (x3) partidos, saltar más (x4) y mejor, brindar más (x5) con Scottie, convertir durante más (x6) tiempo Chicago en el epicentro de un mundo con el aspecto de un balón Spalding. ¡Y cómo le queda la boina, por favor!

Sí, es un privilegio ver al mejor de todos los tiempos dando sentido a cuatro cuartos de quince minutos, pero lo que no tiene precio es escucharle repetir como un mantra aquello de «el talento gana partidos, el trabajo en equipo y la inteligencia ganan campeonatos». Volviendo a la tierra; si queremos seguir bailando no nos vendría mal ponerlo en práctica. Palabra de Dios (aka Michael Jordan).