Las despedidas raras

Algunas despedidas se producen sin querer. Ninguna de las partes la desea, ninguno quiere recibir ese mensaje, agitar la mano entre las flores, calentar el otro lado de la puerta. Estas son las despedidas raras, siempre acompañadas de la peor nostalgia, aquella que nunca llegó a suceder. Porque un adiós al uso conlleva una posibilidad de volver a verse, aunque sea de lejos o desde la otra acera. En este caso, la posibilidad ni siquiera es una palabra. El adiós sucede sin lágrimas ni dudas, imbuido de una indiferencia que airea lo más profundo de nosotros. Estas despedidas traen una muerte imposible de reconocer. De ahí la extrañeza.

A las piedras se las permite ser indiferentes. También a las montañas. Quizás por esa razón siguen ahí, un poco a lo suyo, pisoteadas y sin embargo firmes o bajo una nube con la forma de otras piedras blancas. La indiferencia en estas despedidas deja un sabor a hierro en la boca, el corazón frío, una realidad muda en el centro del verano. Qué peor desprecio al otro, qué forma tan humana de quitarle importancia a todo lo vivido. Te abrazo mucho. Un beso. Adiós.

A todos nos ha ocurrido alguna vez. Pasa. La despedida se olvida pronto. Extraña forma de borrar los hechos aún calientes en nuestra memoria. Fue bonito, una inercia, por eso desparece sin dejar rastro. Ni hubo principio ni hay un fin. Quizás dentro de unos años seamos capaces de valorar la pérdida ahora tan indiferente, tan nada. Quizás no llegara a suceder y por eso estamos separados estando cerca. Le dije que lo mejor era dejar de verse, no porque no quisiera verla, sino porque no le hacía todo el bien que se merecía. Y no sé si es verdad u otra mentira. Otra despedida rara. Otra más.

Ilustración: https://www.oritfuchs.com

De la necesidad de no llegar a la cumbre

Lleva un rato entender esta foto. Largo y alto. Incluso durante unos segundos, ese tiempo mágico que se desliza pendiente abajo derritiendo la nieve bajo un sol blanquecino, uno podría llegar a creer que se trata de un montaje más, la posverdad en su vertiente alpina a 8.848 metros de altura. Resulta que los atascos en la cumbre del Everest son algo normal por estas fechas, meses en los que las condiciones se presentan especialmente propicias para hacerte un selfie sobre una montaña que, poco a poco, deja de ser aquel punto de unión entre la tierra y el cielo para convertirse en un invento humano, el mismo que acoge a parejas, aventureros barbudos envueltos en abrigos de North Face que esperan pacientemente su turno, vivir la gran experiencia de sus vidas y ver amanecer el mundo desde los hombros de Miyolangsangma, la diosa tibetana que habita sus otrora vírgenes cumbres.

Sobre este desfile multicolor un poco torpe, un poco triste incluso, sobrevuela el fantasma de la decepción, cierta extrañeza al comprobar cómo aquellos retos inalcanzables en el pasado son moneda de cambio en el presente; porque si ascender la montaña más alta del mundo es un juego de niños con recursos, ¿qué nos queda por hacer al resto?

Quizás lo que de verdad importa no sea cumplir ciertos sueños, dejar ese último desafío huérfano en la lista de cosas por hacer y que nunca haremos, enterrar el único tesoro con capacidad real para mostrarnos lo que realmente somos, alpinistas aficionados que no suben montañas porque, precisamente, están ahí.