A nadie le importa que muera un guitarrista

Jeff Beck ha muerto. Silencio y estepicursores. Tiene que morir un guitarrista para verlo escrito: no le importa a nadie. Quizás a otros igual de viejos que le vieron tocar su Strato blanca, a familiares y amigos. Porque Jeff Beck es a la guitarra lo que la prisa al 2023, pieza clave para entender el instrumento y, sin embargo, anónimo e universal, un fondo de armario, músico para aficionados a los solos y las portadas feas. Y no pasa nada. Está bien que nadie le dedicara un tiempo y un espacio ocupado por artistas que estallan y se olvidan rápido. Las estrellas siguen brillando a pesar de que dejaron de latir hace millones de años. Pues bien, así en la Tierra como en el cielo.

Porque no conozco a ningún guitarrista que incluyera a Jeff Beck en la cumbre del Olimpo. La razón tiene que encontrarse en sus canciones, dispositivos para sustentar un sonido único y que casi nadie reconocería por la calle. Otra razón podría ser que este inglés de pelo sólido transitara por el rock, el jazz y todo lo que va entre medias como el que se levanta y abre la ventana. Ahí fuera el mundo da un poco de miedo. Dentro de un ataúd solo hay silencio.

Yo quiero decirle a Jeff que, hace mucho tiempo, compré uno de sus discos. Se llamaba «Blow by blow» y en él colaboraba Stevie Wonder. Lo escuchaba a ratos, como si música tan bien ejecutada contara historias que no eran para mí. Con el tiempo, nada cambió. Insistí en mi error. Ahora es demasiado tarde. Nunca podré preguntarle la razón. Lo que importa es la guitarra, su compañía, todo el amor contenido en seis cuerdas, un mástil. Cuando desperté esta mañana, la guitarra todavía estaba allí, sobre la cama. Por eso te doy las gracias, Jeff, querido amigo muerto. Salvaste muchas vidas sin saberlo.

Lito, traficante de verbenas y músicos

El verano es un poco menos español si al caer la noche no hay una orquesta amenizando la velada en la plaza del pueblo. Ahí, entre el olor a churro y el brillo de las luces tristes, cientos de viejos se desoxidan (barbilla con barbilla) al compás de pasodobles inmortales, mientras los más jóvenes calientan con reguetón, speed y las versiones de Rosalía.

Los instrumentistas repiten su particular historia interminable —¡ooo, ooo, ooo!— y la cantante, verdadera estrella de la velada, anima el cotarro por 1.850 euros al mes. Al fondo y con un sobre entre las manos espera Lito, traficante de bachatas y merengues, dueño y señor de la Panorama, la París de Noia, la Sintonía de Vigo, exmúsico reconvertido en narco verbenero que ha hecho fortuna repitiendo la fórmula infalible, la misma puesta en práctica desde hace décadas por discográficas, promotores y festivales: pagar mal a los músicos porque total, si solamente hacen música…

Y es que, aunque parezca mentira, algunas de estas orquestas pueden llegar a cobrar 30.000 euros por concierto, tienen más seguidores que Taburete y son prioridad en la agenda política. Sin ellas los vecinos se rebelan y después no votan. Mientras tanto, Hacienda se resiste a intervenir, al igual que sus exhaustos integrantes prefieren mirar hacia otro lado cuando alguien les pregunta sobre Lito, el hombre con cara de bulldog acusado de ganar 50 millones y facturar el 10%.

Es extraño pensar en términos artísticos cuando hablamos de orquestas y, sin embargo, todas ellas hacen música, amenizan las vidas de parejas tristes, emocionan a los más pequeños y ponen al servicio del contribuyente un trabajo «mal pagado» en el que la precariedad de los entusiastas da lugar al sueño millonario de los sordos.