¿Por qué regalamos lo que regalamos?

Es uno de los grandes dilemas del ser humano. Si exceptuamos esas raras ocasiones en las que un rayo sale del escaparate, penetra en nuestro subconsciente y nos conecta con un destinatario random, elegir regalo computa como sufrimiento del primer mundo. Poco importan las ganas de hacer feliz al resto. Al final se recurre al calcetín, la agenda de otro año en blanco o un libro. Y es que detrás de un acto lleno de buenas intenciones se esconden comportamientos atávicos en los que la ofrenda implicaba protección contra los malos espíritus. Luego llegó Amazon y la épica se fue a la mierda. También las tiendas del barrio. Así nos agasaja el progreso.

Entonces entra en liza la presión familiar, el techo de gasto y las frases de autoayuda que ven en el obsequio una extensión de nuestra personalidad. Si regalas a tu madre un Satisfyer eres un pervertido; doy fe. En cambio, si te decides por un sobre con efectivo te tomarán por un constructor o un locutor de radio. Eso sí, todo el mundo lo aceptará de buena gana, que ya se sabe que los euros no dan la felicidad, aunque tampoco se oponen. Si optas por la teoría del decrecimiento… ¡rata inmunda, animal rastrero!

El que regala exprime la alegría de todo acto altruista, incluso puede llegar a emocionarse. Sobre todo cuando acierta. No hay excusas. Si no sabes qué comprar existe personal cualificado que aconseja, sonríe muchísimo y hasta envuelve. Por su parte, el regalado se siente querido y tenido en cuenta, incluso tiembla al rasgar el envoltorio. Por desgracia la alegría dura lo que aguanta el papel celo. Para evitar ese conflicto interno, este año tengo una propuesta adaptada a todas las sensibilidades, mezcla de sillón de Conforama y persona cómoda que combina la decoración, la utilidad y algo parecido al amor. Lo decía Ovidio: «El regalo tiene la categoría de quien lo hace». Y se equivocaba de pleno.

Ilustración: Ellen Sheidlin

Nos vamos a quedar sin alcohol

Curva de oferta y demanda. En el cruce, un consumidor, tú, yo o los demás, millones. Sucede desde el inicio del trueque. Hace poco, el papel higiénico desapareció de las estanterías. No se trataba de una cuestión de limpieza, sino de necesidad incomprendida. ¿A quién le preocupa limpiarse el culo cuando las ucis se saturan? Por lo visto a muchos, siendo más limpios los muertos que los vivos. Bueno, pues ahora que ya vuelve a ser 2019, un periodo extraño porque le faltan dos años y la suma da 21, la demanda ha despertado. Se trata de un monstruo, motor de esa enfermedad llamada consumo. Falta diésel en China, camioneros en Gran Bretaña y en breve la escasez llegará al Absolut, el Beefeater, el Jameson y la Seagram’s.

Y aquí surge la pregunta: y si no podemos ponernos pedo para celebrar la vida de cara y barbilla, el baile de cerca y las resacas de antaño (a partir de las diez de la mañana)… ¿qué vamos a hacer? El fin del mundo se parece mucho a la ebriedad a destiempo. Porque si algo tiene de bueno beber —el alcoholismo va a aparte— es la posibilidad de hacerlo cuando uno quiere, mejor desde temprano y alargarlo tanto que se haga corto o tan largo que «pasando de volver a casa». ¡Aj!, casa. Ahora, sin embargo, el temor a tener que pedir una sin a la fuerza resulta insoportable. Además, un bar de abstemios se parece a un hospital. Peligrosamente.

La cosa apunta peor en Navidades. Escenas de terror, cenando con la familia, delante de un árbol que luce y con agua. Hasta el pavo sabe a la desazón del abstemio. Cosas del libre comercio. Para rematar la escena, la inflación se encuentra en niveles del 92, el año en que fuimos reyes y creíamos que en el futuro todo sería mejor. Bueno, pues ese tiempo ha llegado y miramos hacia atrás porque entonces había alcohol para todos y algo de trabajo. Me gusta pensar que todo esto ha sido una locura transitoria. Y para eso necesito beber, vivir, amar.

Ilustración: Yang-Tsung Fan

Por fin el toque de queda nos hace europeos

Ya veníamos calentitos desde marzo y ahora, en vísperas de nuestras primeras Navidades brindando vía Zoom, nos cambian la hora para convertir el día en una extensión de las tinieblas. Para más inri y en línea con todo lo que acontece en este mundo sincronizado (por defecto) y de psiquiátrico, hay indicios claros de una conspiración. Pero no una vinculada a la dominación 5G o al control de unos urbanitas sin planes ni puentes, sino más bien a un intento de obligar a los españoles, esos electrones libres que gritan al hablar, cenan a las once y pasan de hacer cola, a ser europeos de una puta vez. Y es que o se decretaba un toque de queda por las malas o aquí todo dios seguiría comiendo pipas y tirándolas al suelo hasta el advenimiento de la vacuna.

Bien pensado y como experiencia novedosa, adoptar ciertas costumbres muy arraigadas en otros países puede molar. Sobre todo si este cambio temporal en las aperturas y cierres implica también renunciar para siempre a los toros, dejar de mear en las puertas de las casas y seguir utilizando aceite de oliva para enjuagarse los dientes. ¡Cosas más difíciles hemos conseguido como nación! Para empezar ser incapaces de destruirla… a pesar de llevar siglos intentándolo.

Decía Julián Marías que «España es un país formidable, con una historia maravillosa de creación, de innovación, de continuidad de proyecto… Es el país más inteligible de Europa, pero lo que pasa es que la gente se empeña en no entenderlo». La gente se refiere también a sus nativos. Quizás este momento de alarma y oscuridad nos ayude a percatarnos de que, aunque parezca imposible, podremos acostumbrarnos, hasta la primavera, a ser algo más que nosotros mismos. Cuando termine lo celebraremos como españoles y la luna, sea lo que sea que eso signifique.

Ilustración: George Greaves

¿Cómo termina lo que no empieza?

Este año —por llamarlo de alguna manera— todos nos hemos enfrentado al problema del tiempo y su paso. De pronto, una dimensión borrosa parecida al viento no se conforma con hacer desfilar grupos de días grises encajados en sus consiguientes estaciones, sino que, al intentar forzar su flujo —siempre alentados por el advenimiento de una vacuna que tampoco parece que vaya a solucionar nuestro futuro a corto plazo— termina achatada por los polos. Vamos, un desastre. De ahí que pensar en 2019 implique adentrarse en la prehistoria, e ir más allá de las Navidades de 2020 adquiere tintes de triple mortal de necesidad. Y menos mal que este año lo íbamos a petar…

Los mayores de treinta habrán comenzado a percatarse de que, desde hace relativamente poco, las horas cunden menos. Unos porque están desbordados por el estrés y las deudas, otros porque la exploración del mundo les lleva a querer abarcar otras galaxias, tal vez dejar un legado antes de palmarla. Y así el metabolismo se ajusta a una frecuencia cardíaca más baja, a la caída del pelo de la coronilla y a una capacidad pulmonar muy lejos de la gaita de Carlos Núñez. De los menores de veinte no hablo porque tienen la culpa de todo lo malo.

El problema, y también la excepción, radica en que, habitualmente y por culpa de la segregación de tsunamis de dopamina, las circunstancias inusuales y traumáticas que nos rodean a cada segundo han dejado de «fabricar» ese famoso efecto de cámara lenta. Al contrario. De esta forma, la escala logarítmica asociada al discurrir de nuestra vida se ha ido al traste, y todos —con esto me refiero a 7.000 millones de personas— hemos acabado dándonos cuenta de que se está terminando lo que nunca llegó a empezar. Rarísimo.

Ilustración: Prince Hat, aka Patrik Svensson

No se le roba a un músico

En el mundo del arte todos somos libres de robar (y no copiar). Es más, sin esas supuestas libertades, ‘préstamos’ y licencias que músicos y compositores se toman no sería posible sorprender a oyentes y ‘haters’ por la misma razón que decorar el mundo no se concibe sin una mirada previa al pasado, en su forma más acuosa y aventurera. Sin embargo, acostumbrados a tanto foco y gloria efímera, y ahora que las Navidades nos desvalijan un año más con sus estrellas fugaces, peones disfrazados de reyes y algún regalo con olor a mandarina, es el momento de dejar bien clara una cosa: no se le roba a un músico. Repito; no se le roba a un músico.

Y con esto hago referencia a los desfalcos que cada dos por tres sufren las bandas cuando cargan o descargan durante el concierto de marras. Ahí, en esa intersección entre la calle y la rampa —de acceso al local de ensayo o la inmortalidad—, este colectivo dislocado representa el ideal democrático al que la audiencia aspira. Y da igual si ésta la conforman papá y mamá o agotan las entradas en el Wizink porque todos ellos — Taburete incluidos— han invertido ahorros, tiempo y esperanzas en un equipo que, de pronto, se desvanece para desplegarse a los pocos meses en el escaparate del Cash Converters, justo al lado de la leyenda «¿Eres ganador o perdedor?».

Es gracioso porque los músicos siempre pierden, incluso cuando el paso del tiempo les homenajea. Infancias solitarias, incomprensión familiar por dedicarle más horas de lo recomendado a la «dichosa guitarrita», buitres con traje de representantes, descargas ilegales, promotores aprovechándose del entusiasmo a coste cero, liquidaciones de las ‘multis’ de un dígito y medio y mucha diversión… así es su vida. Por favor, ladrones de instrumentos, ténganlo en cuenta antes de adueñarse de lo ajeno y salgan del país lo antes posible. Jorge Ilegales les busca, les encontrará, les triturará y les incluirá en su colección de casetes piratas.

El silencio: ese momento que fuimos postergando

Siempre y por estas fechas, oscuras para unos e iluminadas con trineos tirados por ciervos para otros, nos acordamos de los que ya no están, pensamos en aquellos a los que vemos más bien poco (porque la vida es un poco eso), realizamos promesas que la mayor parte del tiempo no cumplimos pero que de alguna manera nos redimen de esa angustia vital… y así año tras año.

Porque si uno lo piensa fríamente, ¿de verdad nos importa la gente a la que vemos una vez cada lustro o a la que enviamos un mensaje para felicitarles el año?

Las respuestas son múltiples, tantas como las circunstancias que nos rodean, y sin embargo estoy seguro de que todos nosotros albergamos esa duda (¿o es esperanza?), la misma que imposibilita que no veamos con regularidad a nuestros amigos de siempre (cuatro o cinco nada más —siendo esto mucho—), que llamemos a nuestras hermanas o a madre para preguntarles si están bien aunque ya sepamos las respuesta porque el no hacerlo implicaría que la próxima vez podría haber una silla vacía, un cubierto menos, un mensaje no leído, un silencio.

Incluso el tamaño del silencio que rodea a las personas es distinto: unas representan una simple pausa, unas cervezas, un orgasmo, a lo sumo unas vacaciones, otras un punto y aparte, una relación sentimental, un receso, un plan de vida y otras, las menos, conllevan un vacío que da miedo.

Quizás es a eso a lo que tememos, a ese momento que fuimos postergando y que acabó convertido en una mano invisible que tapa nuestras bocas, la afasia de la ausencia, la vida guardada en la memoria de aquellos que más nos quieren, el espíritu de la navidad los 365 días de un año que nunca acaba…