Algunos días comíamos fideos fríos

Con la llegada del verano, abríamos ventanas. Y el sol entraba en casa, se movía con su aire lleno de futuro. El campo todavía verde. Ella cortaba verdura, yo abría vino o una cerveza en lata. El amor es un plato de comida. En la cocina se mezclaba la pared de rojo con un muro blanco. Colores, formas invisibles, el olor de recetas llenas de belleza y hambre. El amor es eso que no sabes que pasa. Una cazuela llena de burbujas, el ruido del aceite en la sartén. Y la espera. Mientras, ella fumaba un cigarrillo mirando el jardín bajo un cielo soñado. Yo observaba todo como el que sabe que nada acaba nunca. El amor alimenta tanto como la comida.

En verano, en todos los veranos, compartíamos mesa y palillos chinos. Ella en el lado izquierdo, de espaldas a la luna. Yo a su derecha, el lugar de un niño viejo. Las plantas frente a nuestros ojos, con sus flores llenas de sed, nunca marchitas. El amor es un recuerdo que regresa. Algunos días comíamos fideos fríos. Después de cocerlos, se aclaran con agua y se les pone hielo encima. La pasta adquiere una textura parecida a la del sueño. Risas. El amor entiende poco de comidas en silencio.

Los fideos fríos son elásticos, finos, casi transparentes. En el plato, amontonados, parecen madejas de lana blanca, dunas de una playa sin bañistas. Los fideos fríos no saben a nada. Pero ahí reside el truco de la felicidad. Con un poco de soja y mirin recuperan su sabor. Porque de sal están hechos la alegría y el océano. El amor es esa niebla compartida. Al terminar, ella hablaba de fideos. Yo fregaba los platos pensando en hacerme un bocadillo. Luego terminó el verano, como termina siempre. Ella ya no está. Yo sigo echándola de menos cada vez que como.

Ilustración: John Register

Nunca hay una buena manera de dejarlo

Dejar a alguien representa un duelo menor. También la manifestación más humana del daño al otro. Porque o se deja o uno se deja ir. De lo contrario, dos se convierten en prisioneros de algo que no existe y que se mantiene de la peor manera: alargándolo. Nunca cuadra. Es martes y hay resaca, mejor más tarde. Y pasan semanas, meses, años. De ahí el miedo al abandono. Entonces, llega el día. Respiramos bajito antes de dar el paso. Hay muchas formas de dejarlo que, en realidad, son dos. Del «no quiero estar contigo» uno se cura. De una desaparición… Luego está la mentira. Pero esa resta.

«No quiero estar contigo» implica el uso de la sinceridad como bola de demolición. Decir la verdad supone un gran disgusto, uno solo. Después lágrimas, silencio, adioses. El problema está en su uso indebido, cuando la verdad aspira a ser demasiado precisa, demasiado verdad. Aporta fechas, lugares, un pasado de cera hecho presente perfecto. Esa verdad nunca grita, arrasa como buena hija del desencanto. Representa la mejor opción si se maneja con cuidado. Y casi nadie sabe hacerlo.

Desaparecer, práctica de cobardes… entre los que me incluyo. Muy extendida, sucia, deja todo en suspenso, como el olor a flores de los mercados. Se ha normalizado tanto que, poco a poco, va perdiendo su invisibilidad para agrietar los ojos de la gente. A los cobardes también nos abandonan. Ya me lo advirtió mi padre: «de la mentira nunca se vuelve». La mentira tiene forma de piedad y tripas de abandono. También cuando es piadosa. Si tienes que dejarlo, intenta hacerlo bien, aunque nunca haya una buena manera de hacerlo.

Ilustración: Joan Cornellà

Echar de menos

Puede que perder a alguien al que has querido bien se parezca a la muerte. Al menos los primeros días, estaciones. La extrañeza pesa como el mármol porque, si él o ella no está, tú ahora tampoco. Entonces te desvelas siendo todavía noche, más solo, más flaco. A tu lado yace lo que fuiste una vez antes, huesos, hueco sin reemplazo. Poco importan las palabras, menos el tiempo. Echar de menos cuenta como enfermedad. Remediable, eso sí. El mundo ahí fuera se vacía, es esa cama con dos almohadas, una sin pelos.

Sentir la falta recuerda a la nada en un domingo. Extrañas la ternura entendida como bálsamo, única porque procede de ese rincón secreto, de dos a los que nadie ve salvo las paredes de una casa. La confianza se construye con abrazos y algo de mortero. Ni siquiera los amigos pueden dártela, aunque lo intenten. También extrañas la locura de poder ser tal y como tú te miras, con el otro cerca, con todos los defectos y el brillo de los ojos aún intacto. El rastro se intuye en la pintura, en el recuerdo. Será que vives.

Así echas de menos, creyendo que nunca nadie podría hacerlo de la misma forma, ni siquiera el extrañado. ¿Cuánto tiempo puede durar una costumbre? Con esta duda vamos dejándonos atrás, más despacio que el tiempo, con los días y su afán tapando la grieta… a pesar de que te conduzcan indefectiblemente al otro, ese que ya no está, que fue, que respira bajo un cielo sin aire. No hay nada peor que recordar un tiempo feliz en un instante triste. Y a pesar de ti amanece.

Ilustración: Guy Billout

Hoy me dejó las llaves en la mesa

Hoy me dejó las llaves en la mesa… acompañadas de una nota. La nota decía cosas que no vienen a cuento, que me queda el arte y mucha vida. También a ella, a los dos por separado. Me quedé mirándolas de pie, la nota y las llaves, las llaves a un lado del margen, su firma al final de la misiva. La luz entraba en diagonal por la ventana, convertía la cocina en otro sueño, el mismo que vivimos juntos, el mismo que hoy ha terminado. Entonces lloré sobre la mesa, un llanto hueco, como de bestia que mira las estrellas. Es cierto, soñé un mundo con los ojos abiertos estando ella cerca. Y el mundo continuará girando dentro de sus párpados.

No fui capaz de colocar las llaves en su sitio, el llavero de pared junto a la puerta. Ahí están otros juegos viejos, incluso de otras llaves que abrían otras puertas. No fui capaz. Abrí un cajón que contenía un sobre. Dentro del sobre coloqué las llaves, todas menos la del buzón que necesito. Faltaba algo. Añadí la nota firmada con su letra buena, un nombre en cursivas claro. Cerré el sobre con saliva. Cerré el cajón mirando hacia otro lado. Regresé a la cocina. Volví a llorar sobre la mesa ya vacía.

He dejado pasar el rato, vagado por la casa en calzoncillos siguiendo el rastro de su pelo, el mío. Las despedidas son así, raras, tristes. He prometido guardar las llaves de recuerdo, darles otro uso, quizás fundirlas y enterrarlas donde mi padre está enterrado, que es una urna guardada en un cajón de pino. La ausencia abre ventanas, cierra otras cerca del ventrículo, cicatriza. Ahora tengo menos miedo de lo próximo, ahora quiero reír estando vivo. Tengo la llave.

Ilustración: Guy Billout

Ya no sé quién eres

Sucedió de repente, tras años de tardes y mañanas con sus madrugadas al borde del colchón. Creímos intuirnos, saber lo que pensaba el otro en otra lengua. En algún momento prescindimos de sujeto y predicado, incluso de los actos que los acompañan, tal es la manera de latir de cada uno, muy juntos, cuerpos flacos en espacios separados por tabiques: yo tras las ventana con vistas a un muro de cal, ella en la habitación de la escalera, un invento que sirve para colocar la ropa. A veces, comíamos pronto, poco, tomábamos el sol por puntos cardinales, el este y el oeste en una casa del centro de Madrid. Con la noche, ella abría una botella. A mí me gustaba ver cómo es posible vaciarla sin ayuda. La felicidad es eso que no sabes que pasa.

El tiempo sutura a los números pares, aunque viene mal para la piel, es cierto. Entonces todo tiene una razón que se comparte. Un viaje a Suecia, dar vueltas alrededor de la manzana, regresar pronto y reconocer su olor en los cajones, el desorden nuestro. Como siempre, todo cambia cuando lo damos por sentado. Si el amor tiene algo de accidente, la ruptura es el lugar por donde sangras. Y la distancia ahoga lo que va hacia dentro, disuelve vínculos inoxidables.

Ahora ya no sé quién es, o eso me digo. Los silencios tienen otro volumen, implican decir en alto lo que preferíamos guardar al otro lado. Eso fue antes. De nosotros queda lo vivido, más tarde un recuerdo de dos que apoyaban los codos en la mesa y veían al mundo despertarse. Sé que volveré a reconocerla, en el movimiento de las estaciones, en el rumor de esos años que me enseñaron a agradecer sin pedirles nada a cambio. Tampoco importa. Tuve la suerte de romperme frente a ella, de espaldas a un verano en el que todo arde.

Ilustración: Guy Billout

El sacrificio

Toda relación amorosa implica una forma de humillación. Nada de gloria o recompensa, más bien un ir haciéndose que, a veces, da sentido a todo. Otras, las menos, conduce a placentas oscuras, cristales cóncavos, ángulos muertos. Es precisamente ahí cuando surge el sacrificio, pero no el de la atadura de Isaac y los gimnasios, sino una vida que implica la supervivencia de la pareja, también la ruina con vistas a cargar agua entre las manos del otro. El caso es que siempre podemos soportar más y un poco más, incluso ir a favor de la primera ley de la conservación de la materia sin tener carrera: «La masa consumida de los reactivos nunca es igual a la masa de los productos obtenidos». Química humana toda ella.

Entonces llega el miedo a querer, a dejar de ser amado o a una equis de combinaciones por pares, variable de carne y zonas comunes con forma de desgaste. Y llega el deterioro. Sorprende comprobar que surge de repente, ¡entra!, con algún indicio previo entre los más cercanos. Es cierto, saben más ellos de nuestra relación que nosotros mismos, precisamente porque la pareja se percibe desde fuera como un accidente. Dentro todo sucede tan deprisa que ese movimiento se intuye al correr, nunca pasa por delante del escaparate. Ese es el miedo del que hablo, lo llaman soledad y los otros la ponen a la venta.

Sufrir o no sufrir, sacrificarse, ponerse en lo más alto de una cruz tallada por si acaso, que decore solamente. ¿Hasta dónde llegar en el empeño? Solo espinas y una herida en el costado, venga. Y sudas, y como esto no va de éxito tampoco sabes si el límite lo marcas tú o el tiempo. La duda de saber si el otro haría lo mismo acecha en sueños y con el café de la mañana. Resulta que da igual. Insistes por amor, oxígeno que enciende el aire de las noches cálidas, la única razón por la que vivir ardiendo.

Ilustración: Guy Billout

El manual del buen comedor de coños

Mucho se habla de la dieta mediterránea, de los fantásticos restaurantes desperdigados por Madrid, San Sebastian y Barcelona, mesas ricas en colores y sabor, paraísos perdidos bajo un sol pintado en los que la cultura del «buen comer» alcanza cotas totémicas, siempre acompañados de digestiones eternas envueltas en nubes de humo y aguardiente. En cambio, a pesar de la proliferación de guías, menús-degustación para carnívoros, alérgicos, veganos e intolerantes a la lactosa, ¿por qué resulta tan difícil encontrar el manual para comer un coño como Dios manda?

Y antes de introducir mi lengua en un tema tan «es(c)abroso» hago un llamamiento a todos aquellos a los que les da asco: el ignorante, si calla, será tenido por erudito, y pasará por sabio si no abre los labios. Pues eso.

Descartado el egoísmo del arte del cunilingus, y tras una ronda de preguntas entre mujeres —de la que excluí a mi madre por razones evidentes—, he llegado a varias conclusiones que, como siempre, están sujetas a interpretaciones subjetivas, pero que arrojan algo de saliva sobre el tema. Y es que chupar una vulva correctamente implica olvidarse del ruido de ahí fuera y convertir los genitales femeninos en el centro de un universo con forma de colchón y bragas en el suelo, alternar lengua y succión, paciencia y soplidos, escribir las letras del abecedario sobre la c del clítoris y convertirlo en una fruta, una pera dulce, un plátano o un mango lúbrico, tú eliges, generando (en movimiento) humedades en todas las regiones de la cara del emisor, barbilla, pestañas y frente incluidas.

Los dedos son siempre bienvenidos —despacio, que esto no es un túnel de lavado—, y junto al ritmo del mejor taquígrafo del Congreso, supervisado por algún juguete que imite a un conejo, risas y comunicación verbal en el epicentro de unas manos firmes sobre la nuca, llega el deshielo. Siempre con tiempo, el suficiente para que la cena se enfríe y ella explote varias veces en nuestra lengua porque ¿no es acaso el orgasmo femenino el sonido más bonito del mundo?

Qué curioso; hablamos de sexo oral y aquí nadie ha abierto la boca salvo para decir ¡me corro!