Todos queremos sentirnos útiles, hacer el bien entre tanta porquería, ser hombro, latido y hasta báscula. Si servimos para algo más que para nosotros mismos o nuestros fines, entonces el mundo parece menos amenazador, más redondo dentro de nuestra pupila. Hasta que, una mañana o una noche —durante el día normalmente se trabaja—, nos sentimos utilizados. Fuimos un rato bajo las sábanas, saliva en un banco del parque, ese medio para un fin consentido. No contábamos con el desinterés de la otra parte. Ni siquiera se dignó a escribirnos un mensaje o dar señales de vida en cuarenta y seis horas. Y eso duele.
Comienza un proceso en el que el «nosotros» del principio (dos adultos volviendo al instituto) desaparece dejando un «yo» desamparado. Así, el servicio mutuo imita al intercambio y éste a una mercancía. El horizonte brilla menos, es un trozo de carne colgado del techo. Nos muerde el perro de la rabia. El infierno eran los demás y uno no ha hecho nada para merecerlo. La otra persona nos cae fatal, peor, aj. Imposible comprender cómo perdimos un tiempo que hubiéramos empleado en ver series. Ahora esa persona es un recuerdo crónico de mala hostia. Gracias.
Estamos tan acostumbrados al premio y al castigo que se nos escapa la estrecha relación entre el enamoramiento y el interés. Podemos resumirlo en una frase: nos pillamos de nosotros mismos en presencia de otra persona. Cuando esa persona desaparece somos incapaces de soportar nuestro comportamiento, nuestra elección, otro error de una infinita lista de errores pasados y futuros. La solución no está en regalarse flores, ni en sacarse a bailar. Ni siquiera en hablar con uno mismo durante horas. Eso son vendajes. Bienvenidos sean. La solución está en los otros. Y eso duele todavía más.

Ilustración: Andrey Kasay