Del perdón

Me hizo mucho daño. Con un gesto invisible desveló su infidelidad con un amigo, una mirada que solo conocen los enamorados. Quise entenderlo, decirle que todos nos equivocamos. Ella echó a correr. Era de noche. Por la mañana fui a su casa. Llamé a la puerta. Ella abrió con furia dentro de los ojos. Dijo que todo había sido culpa mía, que yo había perdido la cabeza y necesitaba una lección de vida. Le respondí que era muy guapa por fuera, por dentro un monstruo. Tuve que escapar de aquel aire. Cerré la puerta y bajé las escaleras. En la calle grité su nombre, le pregunté si me quería, con un grito. No sé si respondió. O prefiero no saberlo.

Ella cogió un autobús para ir al aeropuerto. Volvió a América sola. El sueño español se queda siempre en casa. Eso hice. Pasaron las semanas y le escribí un mail. Respondió insultándome. Entonces creí que todo había sido culpa mía, que había perdido la cabeza y necesitaba una lección de vida. Con esa lección me rompí, convirtiéndome en la pena de la pena. Hasta que el tiempo, un día, deja de doler. Marché a París para darle otro nombre a la tristeza. Dos años después quedé con su madre cerca de la torre Eiffel. Le dije que aún quería a su hija. De fondo, música, una ciudad que no termina nunca.

Nunca tuve noticias de ella, aunque vi fotos en las que buceaba y miraba a cámara con ojos de herida. Ayer recibí un mensaje de ella pidiéndome perdón. Veinte años mas tarde. Contesté que todos necesitamos perdonar y perdonarnos, que nunca hay nada tan grave que el amor no pueda. Con el perdón la tormenta se separa del cielo y es posible crecer arrodillándonos. Cierto, el perdón nunca cambia lo ocurrido, aunque sirve para vivir el futuro con síntomas de amor. «El infinito precisa de lo inagotable», el perdón de un cierto grado de olvido. Y perdonamos.

Ilustración: Hiroshi Nagai