Volví de San Sebastián con sentimientos encontrados. De pronto, la ciudad que peina el viento, recibe al mar entre barandillas y comienza y termina en un pase de modelos «ñoñostiarras» con más clase que un instituto privado de Harvard se había convertido —durante un día— en un carnaval, emparentándose directamente con una pedanía cualquiera, de esas que ofrecen rebujitos a un euro e interactúa con animales porque ya se sabe que a falta de pan…
Más tarde, pude comprobar que mi amigo Diego, gladiador moderno con el pelo de un tejón turco y un cuerpo digno de «La isla de las tentaciones» (con estudios), se había decidido por un disfraz de Blancanieves, Elvira Sastre adquiría la forma —esperemos que el fondo también— de una vaina edamame con «bebémame» en brazos y Cristina Pedroche en Ágata Ruiz de la Prada… y el miedo al adelanto del reloj del Apocalipsis mundial fue un baile de máscaras, rompiendo el bucle de la vida, dando rienda y bombo a nuestras fantasías sexuales o sociales, intercambiando roles con personajes de ficción para bordear los límites de una personalidad alejada de la persona.
Por supuesto, si has trabajado durante años interpretando a Pluto a cuarenta grados a la sombra, a Buzz Light Year metiéndole el dedo en el ojo a Rafael Nadal cada vez que ganaba muchas veces Rolland Garros, a la hiena loca de «El rey león» —no os podéis imaginar lo que pesa—, al príncipe Juan con anillo, a Aladino sin Jasmín y al hermano Tuck mientras tu novia saludaba a la masa enfervorizada siendo la princesa Aurora, entonces entenderás un poco mejor la alergia que siento por los disfraces. Ya me quitaré la careta «Made in China» cuando yo quiera… y los calzoncillos caros también.
