Nómadas del tiempo

Desde hace algo más de un año, variable amorfa por su incapacidad para no contentar a nadie, el tiempo gira en paralelo a la tierra, es decir, avanza sin frenos. Así y por mucho que frenemos o viajemos del pasado al futuro —aguantar en el presente es una heroicidad— resulta imposible librarse de ese impulso. Resulta más evidente aún con el paso de las estaciones. Primero fue la primavera de interiores del 2020, después un verano desértico por la falta de turistas. Más tarde el invierno llamó a la puerta de casa —vino en Glovo— para, con el nuevo año, dar el relevo a una primavera que, siendo bienvenida de cara a renovar el vestuario, tampoco convence por la mascarilla. Será cálida y brillante, pero nada trompetera.

Si uno se coge la bicicleta y sale del perímetro de la ciudad, recupera algunas sensaciones. Hay conejos y zorros cerca de los arcenes, los almendros pintan de blanco el paisaje y los ríos vienen cargados. Será la pena y el desconsuelo que sólo se ahogan en la calle Ponzano o la taza del váter… El caso es que vida sigue habiendo ahí fuera, al menos la nómada, una manera de pasar manteniendo cierto apego por la nieve acumulada en los caminos y los agostos de soles como las cerezas.

Los que lo quieran comprobar y no tengan el carnet siempre pueden recurrir a «Nomadland«, la última película de Frances McDormand. En ella, una mujer de mirada en otra parte y envuelta en precariedad recorre su país en una furgoneta-casa. Conduce sin rumbo, guiada por una sensación de pérdida que le lleva a conocer a otras personas con las que comparte desconcierto, desarraigos y la sensación ineludible de que los viejos tiempos, descontados en señales de tráfico, fogatas o litros de gasolina, fueron mejores. Sin embargo, no fueron 2 de abril de 2021, el nuestro hasta mañana.

Ilustración: Saul Steinberg

Ayuso no somos todos

Un cartel con la cara de la Presidenta de la Comunidad de Madrid y la leyenda «Ayuso somos todos. ¡Gracias por cuidarnos!» ha aparecido en la puerta de mi bar habitual. Así, de repente. Y hay más. Hasta seis conté junto al pulpo a la plancha a 18 euros y a lo largo del kilómetro torcido a la derecha de Ponzano. Porque este es un territorio levantado en torno a la Ayusomanía y la caña como epicentro de la cultura, que quede muy claro. Todos aquellos que lo cuestionen tienen dos opciones: irse a beber a casa o directamente callarse. He ahí la libertad a la madrileña.

La cosa es que llamar al boicot parece poco razonable, más si tenemos en cuenta que los dueños de estos establecimientos no pretenden hacer daño a nadie, mas bien mantener un modo de vida en clara confrontación con la vida misma. Sin embargo, esta vez decido no entrar. Y es cierto que el ambiente, el murmullo de gente que grita y mea fuera de la taza, todo sigue igual y, sin embargo, algo ha cambiado. Serán los ánimos y una razón que se le escapa a la mayoría: los lugares de reunión son ahora los lugares que nos separan… excepto las lápidas.

Así llegamos a un punto en el que es imposible separar el ocio de las papeletas, los brindis de la conciencia de clase, la sed del hambre que pasan los más afectados por la crisis. Desterrada la razón de la política, se adopta la pasión de la barra del bar y así una calle, la mía, deja de ser transitable, al menos el tiempo que conviva la cara de un político con el lujo de beber sin discutir. Ayuso, por desgracia para algunos, no somos todos, y la ciudad está en peligro no porque ella sea mala, sino por ignorar el mal ocasionado al grito de ¡salud!

Ilustración: http://www.biancabagnarelli.com

El escándalo de la calle Ponzano

Recorrer Ponzano un sábado por la noche es una experiencia rara, rarísima. Y es que a las siete de la tarde, medio oscuro, medio anocheciendo, el ambiente de madrugada se hace norma. Así, un kilómetro y poco concentra más de 70 bares que, en febrero de 2021, con eso de que las aglomeraciones están mal vistas, se han comido las aceras. En una pasada de señora mayor es posible observar a miles de chavales entre 20 y 25 años, vestidos con chalecos acolchados y sin mascarilla, viviendo la vida, entrando y saliendo a ver si pillan —a las 21:00, en principio, cierran—, cogiendo la moto eléctrica y haciendo eses, además de pis en los alcorques. Vamos, que ya le gustaría a Malasaña hacerse con un quinceavo de lo que se cuece en cuatro horas en las terrazas del desenfreno, ahora toda una calle. Cuidado, la culpa no es de los jóvenes, aunque un poco también, sino de los mayores y la necesidad.

Hacer «ponzaning» ha pasado de ser una soberana gilipollez acuñada por el grupo Lalala a representar un riesgo para la salud, incluso más que el concepto de esos nuevos bares —se salvan «Eldecano» y el «Fide«— que abrazan la onda del Instagram en pleno Chamberí, es decir, mucho filtro, música hortera y alquileres de 5.000 euros por noventa metros cuadrados ampliables a zona azul. De lo que se trata es de hacer caja, sea como sea, para sostener esta burbuja a la que llamábamos noche.

Mientras tanto, las cabezas visibles de las asociaciones de vecinos sufren amenazas por parte de algunos hosteleros muy nerviosos, superados por las deudas y el peso de la supervivencia. Es la lucha de siempre enmascarada por la libertad. Unos quieren dormir y otros ponerse pedo. Entre medias algunos hacen caja como pueden, o hacían. Al final tampoco se trata de culpar a los que se saltan las normas —pocos cierran a la hora y si lo hacen dejan a decenas de clientes en el interior—, más bien de evitar que las calles se conviertan en territorios para una minoría. Demasiado tarde, como también lo es intentar volver a los tiempos en los que mi barrio era un cúmulo de mercerías, fachas y barras de mármol más viejas que el que escribe. Venid a comprobarlo, ¡esto es la guerra!

Ilustración: http://www.championdontstop.com