Presbicia

De entre todos los males relativos a hacerse mayor hay uno que sucede rapidísimo y además no avisa. Quizás Darwin propuso ciertas pistas (que ignoramos): hacer ruido al agacharse, acostarse siempre de noche, resacas que inutilizan para todo menos para morirse estando aún vivos, echar la mañana cocinando y buscar «planes alternativos». Y de pronto, una tarde de sol te enfrentas al drama existencial: ayer veías. Punto. Es algo que va más allá de la metáfora. Quieres leer un mensaje y ahora todo se borra en tu mente y la pantalla. Fuerzas, incluso frunces el ceño al considerarlo un problema pasajero, ¡pasará seguro! Y no, está aquí para quedarse, se llama presbicia e implica que todos los universitarios de tu barrio te parecen niños.

Cumplir décadas implica un endurecimiento y una pérdida de elasticidad del cristalino que imposibilita enfocar imágenes cercanas. Las que están más alejadas (los jóvenes) se libran del hachazo porque ya se sabe que el futuro y la vejez se llevan mal, de ahí que el presente sea un borrón. ¿Cómo reaccionamos todos? En lugar de pasar por el oftalmólogo nos comportamos como adolescentes airados de experiencia demostrable, buscamos subterfugios en letras tamaño 18 y teléfonos que no caben en el bolsillo. Lo contrario implica ser un viejo, es decir, usted.

Resulta conveniente evitar la gafas de farmacia (opción patrocinada por este artículo) y andar por el mundo extendiendo el brazo a tope cada vez que suena el móvil. La ceguera viene de la mano del misterio, un nuevo mundo interior más solitario, la antesala de lo que nos espera (en el mejor de los casos) cuando seamos mayores de lo que ya somos, ancianos, momias, muebles. Cierto, nacemos ciegos y al vivir con miedo la invidencia aumenta, sin embargo hay algo peor que la presbicia: ver algo que no es. Y no lo veo.

Ilustración: Michiel Schrijver