Y sigues ascendiendo, acercándote pesadamente a eso que llevas viendo durante bastante tiempo y que no reconoces, mucho antes incluso de que el sol comenzara a ponerse por detrás de los árboles, convirtiendo sus copas redondas en un bajo relieve de romanesco sobre cielo púrpura, amarillento, crepuscular.
Unos cuantos pasos más —tienes que reconocer que a estas alturas seguir de pie es todo un logro — y podrás distinguirlo claramente, sostenerte en equilibrio inestable sobre tus arañadas piernas y doblar el tronco en dirección al suelo, ahora repleto de matorralles y hierbajos aplastados por el peso de eso que ya no es una posibilidad entre las docenas de posibilidades sino una realidad, concreta, fría, corpórea.
Encogido y agarrando sus rodillas contra el pecho con la fuerza de sus brazos yace un anciano, desnudo, desgastado, inerte. ¿Deberías gritar, correr camino abajo, continuar hacia la cima y desde ahí llamar a los demás, a esos que —igual que tú— se enfrentan a la misma visión?
No serviría de nada.
Se hace de noche, el cielo es una pizarra llena de diamantes y sabes que estás solo, porque solo llegaste hasta aquí y así tendrás que continuar, guiándote por algo parecido al instinto con ese ruido de campanas a lo lejos.
Cierras los ojos. Cuando los abres (discurren unos segundos), apareces en la ladera de la montaña, inaccesible, lejana, inhóspita y, por una extraña razón, sabes que en ese eterno flujo anual volverás al lugar en el que el viejo tumbado en el suelo te estará esperando (¿o serás tú quién lo busque?), el mismo que ahora, bajo la pálida luz de un nuevo día, llora convertido en un recién nacido.
