Hubo un tiempo en el que la radio era el único medio de alumbrar a una ciudad entre montañas y girasoles. A diferencia del resto de cuentos no había princesas ni brujas —quizás las hermanas Guadalupe— y el narrador se convertía en protagonista sin quererlo. Desde aquella máquina de amplitud y frecuencia modulada, Alfredo Matesanz contaba lo acontecido en Segovia y para los segovianos, sin olvidar las noticias de un mundo más pequeño en su garganta. Lo hacía tal y como se hace desde el principio de la tradición oral, con emoción pero sin prisa, con rigor y fuego de campamento, tanto que muchos críos nacidos en los ochenta se dormían con su voz de fondo. Así es como entró en muchas casas para nunca más abandonarlas, un padre presente e invisible… hasta que se le apagó la radio.
Sucede siempre. Los mejores se despiden antes, como si de alguna manera su legado quisiera tomar la palabra que dejan en suspenso, y más en este caso. Porque Alfredo Matesanz vivía intensamente su ciudad y la ciudad latía con el impulso de un hombre al que le brillaban los ojos detrás de un bigote y un micrófono con esponja.
Ese es el problema de vivir, que uno crece y aprende a asumir lo inaceptable, la pérdida y su silencio. Sin embargo, hubo alguien que se mantuvo joven hasta el último día porque en la radio el tiempo pasa de otra forma, al ritmo de los minutos y el presente. Hoy los segovianos andan perdidos porque falta el narrador de su historia. Encontrarán el camino en el viento, junto a los campos de trigo, entre las ondas. Gracias, Alfredo «Radio».
