Un 8M raro, nuevo

Ayer, Día Internacional de la mujer, sucedió algo raro, nuevo. Y recalco que se trata de mí y mi circunstancia, aunque pueda compartirse. En lugar de sumarme a las manifestaciones callejeras o en Internet, dudé. Primero por ser un intruso en el día de ellas y Roy Galán. Segundos más tarde, pensé que no colgar una bandera morada, verde y rosa en el balcón de mi perfil me convertía en enemigo de la igualdad de género, precisamente algo contra lo que me rebelo desde mi privilegio de tío que asiste a una revolución sin sangre, internacionalista y para todos. Entonces pensé en las grietas. Siempre surgen para dejar pasar la luz.

Algo está ocurriendo en los márgenes de lo invisible si el 8 de marzo nos empuja a una reflexión ligada a nuestra esencia de humanos empeñados en hacerse daño. Porque hablar de feminismo no consiste en hablar de mujeres, sino que implica señalar el día a día de un orden económico patriarcal a la deriva, hablar de cómo esta fuerza, percibida por muchos como amenaza, aspira al verdadero cambio. Y a los cambios siempre se adhiere la duda, precisamente porque nadie hace pie en lo desconocido. O eso quiero creer porque será mejor. Y útil.

Queda claro que esta nueva senda la construyen ellas solas, aunque podemos estar para fregar el suelo. Podrán equivocarse mejor, dar pasos en falso, nunca hacia atrás, pero este tren no lo para nadie ya que plantea una vida propia y al margen de la ya vivida. Esa autonomía que tanto nos asusta a los hombres es la clave para materializar una utopía con forma de libertad libre. De ahí que hoy mañana y el resto del año celebre un 8M raro, nuevo.

Ilustración: https://www.onlyjoke.com

Hasta el fin del mundo

Ocurrió en el paso de cebra de la glorieta de Quevedo, laberinto sin fauno de jóvenes ardientes y representantes de la tercera edad con un futuro aún más exiguo. Un niño, de esos con gafas y pelo aceitoso, caminaba al lado de sus padres —españolitos de aire triste— cuando de pronto, quizás abrumado por la velocidad de la mañana, dejó escapar el globo que sujetaba con la mano buena. El globo ascendió poco a poco sobre su cabeza, dibujando una línea irregular hacia un destino que por primera vez no era las capas más elevadas de la atmósfera, sino el Manzanares o algún páramo plastificado del sur de Madrid. Soplaba viento del norte, claro.

La cuestión es que este gesto en principio inocuo —a juzgar por la reacción de los progenitores que se ofrecieron a comprarle otro— me hizo pensar en lo difícil que va a ser cambiar ciertas pautas de comportamiento en aras del bien global y la conservación de la única casa para 7.000 millones de personas… con la consiguiente merma en el bienestar individual de cada una de ellas.

Y es que la Tierra tiene 4.500 millones de años, la especie humana acaba de cumplir 300.000, han pasado 200 desde la primera chispa de la Revolución Industrial y 3 desde la firma del Protocolo de París, tiempo más que suficiente para que nada cambie y que, tal vez, renunciar a tirar la colilla al suelo, coger la bici, comer zanahorias en lugar de hamburguesas, confiar en las buenas intenciones de políticos y monitores de gimnasio, reciclar, soñar menos y vivir más solo esté al alcance de otras formas de vida, civilizaciones asentadas en las capas más elevadas de la atmósfera, allí donde el globo del niño nunca consiguió llegar.

Hacer las cosas bien cuesta mucho, y quizás la única manera de salvarnos no sea mediante pequeños gestos, sino a través de una desobediencia civil en masa que avive el fuego y por lo tanto el cambio. ¿Revolución? No; sentido común en un mundo sin pulso.