El sacrificio

Toda relación amorosa implica una forma de humillación. Nada de gloria o recompensa, más bien un ir haciéndose que, a veces, da sentido a todo. Otras, las menos, conduce a placentas oscuras, cristales cóncavos, ángulos muertos. Es precisamente ahí cuando surge el sacrificio, pero no el de la atadura de Isaac y los gimnasios, sino una vida que implica la supervivencia de la pareja, también la ruina con vistas a cargar agua entre las manos del otro. El caso es que siempre podemos soportar más y un poco más, incluso ir a favor de la primera ley de la conservación de la materia sin tener carrera: «La masa consumida de los reactivos nunca es igual a la masa de los productos obtenidos». Química humana toda ella.

Entonces llega el miedo a querer, a dejar de ser amado o a una equis de combinaciones por pares, variable de carne y zonas comunes con forma de desgaste. Y llega el deterioro. Sorprende comprobar que surge de repente, ¡entra!, con algún indicio previo entre los más cercanos. Es cierto, saben más ellos de nuestra relación que nosotros mismos, precisamente porque la pareja se percibe desde fuera como un accidente. Dentro todo sucede tan deprisa que ese movimiento se intuye al correr, nunca pasa por delante del escaparate. Ese es el miedo del que hablo, lo llaman soledad y los otros la ponen a la venta.

Sufrir o no sufrir, sacrificarse, ponerse en lo más alto de una cruz tallada por si acaso, que decore solamente. ¿Hasta dónde llegar en el empeño? Solo espinas y una herida en el costado, venga. Y sudas, y como esto no va de éxito tampoco sabes si el límite lo marcas tú o el tiempo. La duda de saber si el otro haría lo mismo acecha en sueños y con el café de la mañana. Resulta que da igual. Insistes por amor, oxígeno que enciende el aire de las noches cálidas, la única razón por la que vivir ardiendo.

Ilustración: Guy Billout

Confíname o apriétame más fuerte

Ahora que las cosas se están poniendo peor que en marzo, quizás porque hemos avanzado en la criba, quizás porque somos un año (en blanco) más viejos y eso duele, comienza a percibirse en el ambiente otra variable hasta ahora oculta, aunque no por ello inexistente: la indignación de aquellos que hacen lo que tienen que hacer. Y es que, superado el momento en el que el mal de muchos deja de ser consuelo para nadie, comenzamos a preguntamos por qué unos continúan con su vida sin modificar rutinas sociales y otros llevan meses sin ver a sus familias, ¡comprando por Internet en las rebajas!, sin bares, metro ni revisiones médicas, en definitiva, suspendidos por una cuestión de conciencia cuyo premio parece aún lejano o, en todo caso, implica resignación.

Hay en este enigma un elemento de responsabilidad, palabro casi extinto en los cánones modernos. De igual forma que los padres prescinden del sueño por el futuro de los vástagos, los hijos son siempre reacios a dejar el iPad para disfrutar de los padres, como si la escala de prioridades vitales comenzara a adquirir forma y color con el paso del tiempo, el mismo que siempre nos sobra siendo críos, el mismo que siempre se escurre siendo viejos. Eso y que somos inmortales hasta cumplir los 40.

Hay, por tanto, cierta épica en el hecho de «sacrificarse» sin gloria ni recompensa, hacerlo por el simple hecho de hacerlo, prescindiendo de reproches a terceros o desahogos que sirven para confirmar nuestra desconexión con el mundo y sus derivas, las del yo, mi, me, conmigo y la ignorancia de los que lo pueblan. La valentía, hoy más que nunca, consiste en saber que, a veces, es imposible ser compensados por la pérdida, ya sea de vida, ya sea de tiempo. Perder un poco de ambos… el mayor acto de amor.

Ilustración: http://www.alberttercero.com